Libro primero
Prefacio
Tanto como se diferencia la filosofía de las demás artes, óptimo Lucilio, otra tanta diferencia encuentro yo en la filosofía misma, entre la parte que se ocupa del hombre y la que se refiere a los dioses. Más elevada y atrevida ésta, se ha permitido mucho: no contentándose con lo que se ofrece a nuestra vista, sospechó que la naturaleza había colocado más allá de lo que se ve algo más grande y más bello. En una palabra; entre una y otra filosofía media tanto como entre Dios y el hombre. Enseña la primera lo que debe hacerse en la tierra; la segunda, lo que se hace en el cielo. Una desvanece nuestros errores y trae la luz que ilumina los engañosos caminos de la vida; la otra se eleva sobre esta densa niebla en que nos agitamos, y sacándonos de la oscuridad, nos lleva al manantial de la luz. Gracias doy en verdad a la naturaleza cuando, no contento con su parte pública, penetro hasta en sus misterios más secretos; cuando aprendo de qué elementos se compone el universo; quién es el arquitecto o conservador; qué es Dios; si está absorto en su propia contemplación, o si algunas veces inclina hasta nosotros sus miradas; si crea diariamente, o ha creado una vez sola; si forma parte del mundo o es el mundo mismo; si todavía hoy puede dar nuevos decretos y modificar las leyes del destino, o si le es imposible retocar su obra sin descender de su majestad y reconocer que se ha engañado: necesario es sin duda que ame siempre las mismas cosas aquel que solamente puede amar las perfectas, no siendo por esto menos libre ni menos poderoso, porque él mismo es su necesidad. Si no pudiese elevarme a todo esto, para nada habría nacido. ¿A qué regocijarme en este caso por encontrarme en el número de los vivos? ¿por digerir comidas y bebidas? ¿por cuidar este débil y miserable cuerpo que perece en cuanto ceso de rellenarlo? ¿por desempeñar toda mi vida el cargo de enfermero, y temer la muerte para la cual nacemos todos? Quítame este inestimable placer, y no vale la existencia que me extenúe por ella entre fatigas y sudores. ¡Oh, qué pequeño es el hombre mientras no se eleva por encima de las cosas humanas! ¿Qué hacemos de admirable mientras luchamos con nuestras pasiones? La misma victoria, si llegamos a conseguirla, ¿tiene algo de sobrenatural? ¿Debemos gloriarnos porque no nos parecemos a los seres más depravados? No veo por qué razón haya de admirarse nadie al encontrarse más robusto que un enfermo. Mucha distancia hay de la robustez a la salud perfecta. Has escapado de los vicios del alma; no finge tu frente; la voluntad ajena no te hace sujetar la lengua, ni disimular tus sentimientos; huyes de la avaricia, que lo arrebata todo a los demás para negárselo todo a sí misma; el libertinaje, que prodiga vergonzosamente el dinero que gana por caminos más vergonzosos todavía; la ambición, que no lleva a las dignidades sino por indignas bajezas. Pero nada has hecho hasta ahora; has escapado de muchos escollos, pero no has escapado de ti mismo. La virtud a que aspiramos es magnífica, no porque sea propiamente un bienestar exento de todo vicio, sino porque engrandece el alma, la prepara al conocimiento de lo celestial y la hace digna de asociarse al mismo Dios. La plenitud y consumación de la felicidad para el hombre, consiste en hollar todo lo malo, elevarse y penetrar en el seno de la naturaleza. ¡Cuánto agrada desde en medio de esos astros entre los que vaga su pensamiento, mirar con desprecio las grandezas de los ricos y la tierra entera con todo su oro, no solamente aquel que ha arrojado de su seno y entregado a los cuños de nuestra moneda, sino también el que guarda en sus entrañas para la codicia de las edades venideras! Para desdeñar esos pórticos, esos artesonados resplandecientes de marfil, esos bosques recortados, esos ríos obligados a pasar por palacios, necesario es haber abarcado todo el ámbito del mundo, y dejado caer desde lo alto una mirada sobre este pequeño orbe terráqueo, cuya mayor parte cubren los mares, y la que sobresale, helada o abrasada, ofrece espantosas soledades. ¡He aquí, se dirá el sabio, el punto que tantos pueblos se disputan con el hierro y el fuego! ¡Oh, qué ridículos son los confines humanos! El Dacio no pasará el Ister; el Strymon limitará la Tracia; el Eúfrates detendrá a los Parthos; el Danubio separará la Sarmática del Imperio romano; el Rhin será el límite de la Germanía; el Pirineo dividirá las Galias y las Españas; inmensos desiertos de arena se extenderán entre el Egipto y la Etiopía! Si se concediese a las hormigas la inteligencia del hombre, ¿no harían como él muchas provincias del suelo de una granja? Cuando te hayas elevado a las cosas verdaderamente grandes, siempre que veas marchar ejércitos a banderas desplegadas, y, como si se tratase de algo importante, correr jinetes a la descubierta o desplegarse sobre las alas, te sentirás movido a decir:
It nigrum campis agmen.....
Evoluciones son esas propias de hormigas que se agitan mucho en pequeño espacio. ¿Qué otra cosa las distingue de nosotros sino la pequeñez de su cuerpo? Un punto es este en que navegáis, en que trabáis guerras, en que distribuís imperios, exiguos, aunque no tengan otros límites que los dos Océanos. Allá arriba existen espacios sin término, a cuya posesión se admite nuestra alma, con tal de que solamente lleve consigo la parte más pequeña posible de su envoltura material, y que, purificada de toda mancha, libre de toda traba, sea bastante ligera y bastante parca en sus deseos para volar hasta ellos. En cuanto los toca, se alimenta de ellos y en ellos se desarrolla, encontrándose como libre de sus cadenas y devuelta a su origen. El alma reconoce su divinidad en el deleite que le producen las cosas divinas, que no contempla como ajenas, sino como propias. Con serenidad contempla allí la salida y ocaso de los astros, y las diversas órbitas que recorren sin confusión. Observa desde dónde comienza cada estrella a brillar para nosotros, su grado más alto de elevación, la carrera que recorre y la línea hasta que desciende. Espectadora curiosa, nada hay que no examine e investigue. ¿Por qué no hacerlo? Sabe que todo esto le pertenece. ¡Cuánto desprecia entonces la estrechez de su anterior domicilio! ¿Qué vale el espacio que media entre las costas más apartadas de España y las Indias? Navegación de poquísimos días si hincha las velas buen viento. ¡Pero la región celestial abre carrera de treinta años al astro más rápido de todos que, sin detenerse jamás, camina siempre con igual velocidad! Allí aprende al fin el hombre lo que por tanto tiempo ha buscado, allí aprende a conocer a Dios. ¿Qué es Dios? El alma del universo. ¿Qué es Dios? Todo lo que ves y todo lo que no ves. Si se le concede al fin toda su grandeza, que es mucho mayor de cuanto puede imaginarse, si él solo es todo, toda su obra está llena de él tanto en el interior como en el exterior. ¿Qué diferencia existe, pues, entre la naturaleza de Dios y la nuestra? Que nuestra parte mejor es el alma, y en Dios nada hay que no sea alma. Dios todo es razón, y en los mortales, por el contrario, tal es su ceguedad, que a sus ojos este universo tan bello, tan regular y constante en sus leyes, solamente es obra y juguete del acaso, que rueda entre los fragores del trueno, nubes, tempestades y demás azotes que agitan la tierra y lo inmediato a la tierra. Y esta locura no queda entre el vulgo, sino que se extiende a muchos que quieren pasar por sabios. Hay quienes, reconociendo en sí mismos un espíritu, y espíritu previsor, capaz de apreciar en sus detalles más pequeños lo que les afecta, tanto a ellos como a los demás, niegan a este universo, de que formamos parte, toda inteligencia, suponiéndole arrastrado por fuerza ciega, o por naturaleza inconsciente de lo que hace. ¿Y no consideras cuán útil es conocer estas cosas y determinar con exactitud sus términos? ¿Hasta dónde alcanza el poder de Dios? ¿Forma él la materia que necesita, o no hace más que usarla? ¿Es anterior la idea a la materia o la materia a la idea? ¿Hace Dios todo lo que quiere o en muchos casos falta objeto a la ejecución, y en repetidas ocasiones salen de manos del Supremo artífice obras defectuosas, no por falta de arte, sino porque los elementos que emplea son contrarios al arte? -Admirar, meditar, estudiar estas grandes cosas, ¿no es elevarse de la esfera de la propia mortalidad y pasar a mundo mejor? Mas ¿para qué, dirás, te servirán estos estudios? Si no para otra cosa, al menos para saber que todo es limitado cuando haya medido a Dios. Pero de esto hablaré después.
I. Vengamos ahora al asunto. Escucha lo que quiere la filosofía que se piense de los fuegos que el aire hace mover en sentido transversal. La oblicuidad de su carrera y su extraordinaria velocidad demuestran la fuerza con que son lanzados. Vese que no se mueven por sí mismos, sino por extraño impulso. Estos fuegos tienen muchas y variadas formas. A cierto género de éstos les llama Cabra Aristóteles. Si me preguntas por qué, antes habrás de decirme por qué les llaman también Carneros. Si por el contrario, lo que es mejor, suprimimos nosotros estas cuestiones sobre lo que han dicho otros, adelantaremos más investigando la causa de los fenómenos, que extrañando que Aristóteles llamase Cabra a un globo de fuego. Tal fue la forma del que, durante la guerra de Paulo Emilio contra Perseo, apareció tan grande como la luna. Nosotros mismos hemos visto más de una vez llamas que presentaban la figura de enorme globo, pero que se desvanecían en su carrera. Por el tiempo en que murió Augusto se presentó este prodigio; también lo vimos cuando la catástrofe de Seyano, y presagio igual anunció la muerte de Germánico.-¡Cómo! me dirás, ¿tan imbuido estás en los errores que llegas a creer que los dioses mandan señales precursoras de la muerte y que existe algo tan grande en la tierra cuya caída resuene en todo el universo? -Ya hablaremos de eso en otro lugar. Veremos si todos los acontecimientos se desarrollan en orden necesario; si de tal manera se encuentran enlazados, que el precedente sea causa o presagio del que le sigue. Veremos si los dioses cuidan de las cosas humanas, si la misma serie de las causas revela por señales ciertas cuáles serán los efectos. Entre tanto creo que los fuegos que estamos considerando nacen de violenta compresión del aire, arrojado, sin disiparse, hacia un lado y luchando consigo mismo. De esta reacción nacen vigas, globos, antorchas, incendios. Si la lucha es más débil y el aire solamente se encuentra rozado, por decirlo así, brotan luces más pequeñas y las estrellas, al correr, arrastran su cabellera. En estos casos, tenues centellas trazan en el cielo imperceptible y prolongada raya. Así es que no hay noche que no ofrezca este espectáculo, porque no se necesita para él violenta conmoción del aire. En fin, para decirlo brevemente, estos fuegos tienen la misma causa que el rayo, siendo menos enérgicos. Las nubes que chocan ligeramente producen el relámpago; si el choque es mayor, el rayo. Aristóteles lo explica de esta manera: «El globo terrestre exhala muchos y diferentes vapores, unos secos, otros húmedos, algunos helados y otros inflamables». No es de extrañar que las emanaciones de la tierra tengan naturaleza tan diferente y varia, cuando los mismos cuerpos celestes no se presentan siempre del mismo color, siendo más rubicundo el de la canícula que el de Marte, y Júpiter solamente tiene el resplandor de luz pura. Necesario es que de esta multitud de corpúsculos que la tierra lanza de su seno y manda a las regiones superiores, lleguen a las nubes alimentos del fuego, capaces de inflamarse por el mutuo choque y hasta por el calor de los rayos solares. Nosotros vemos que la paja embadurnada de azufre se enciende a distancia del fuego. Verosímil es, por consiguiente, que una materia análoga, reconcentrada en las nubes, se inflame fácilmente, produciendo fuegos más o menos considerables, según que tienen más o menos fuerza. Nada tan absurdo como imaginar que son estrellas que caen, o que corren, o partículas que se elevan y separan de los astros: de ser así, ya hace mucho tiempo que no habría estrellas; porque no hay noche en que no se vean correr muchos fuegos de éstos, arrastrados en diversas direcciones. Ahora bien, cada estrella ocupa su puesto y conserva su magnitud. Dedúcese de aquí que los mencionados fuegos brotan por debajo de ellas y solamente se disipan en su caída porque no tienen foco ni segura parada. ¿Por qué no cruzan también durante el día? ¿Qué pensarían si dijese yo que durante el día no hay estrellas porque no se ven? De la misma manera que desaparecen éstas oscurecidas por el resplandor del sol, así también los fuegos que cruzan el cielo, pero cuyo brillo absorbe la claridad del día. Sin embargo, cuando estallan con bastante fuerza para vencerla, entonces son visibles. Indudable es que nuestra edad ha visto muchos de éstos, dirigiéndose unos de Oriente a Occidente y otros de Occidente a Oriente. Los marinos consideran presagio de tempestad la abundancia de estrellas errantes; y para que anuncien viento, es necesario que se formen en la región de los vientos, es decir, en el aire, que ocupa el espacio entre la tierra y la luna. En las grandes tempestades aparecen como estrellas adheridas a las velas. En estos casos creen los que peligran que pueden ayudarles Cástor y Pólux; pero lo único que puede tranquilizarles es que aparecen cuando calma la tempestad y decae el viento. Algunas veces estos fuegos giran sin posarse. Navegando Gylipo hacia Siracusa, vio adherirse uno al hierro de su lanza. En los campamentos romanos hanse visto haces de armas como inflamados por el contacto de estas estrellas, que a las veces hieren como el rayo animales y arbustos. Lanzadas blandamente, se deslizan y caen poco a poco sin herir ni dañar. Brotan estos fuegos, en tanto de las nubes, en tanto del aire más tranquilo, si este contiene bastantes partículas inflamables. También truena algunas veces con cielo tranquilo, lo mismo que en medio de la tempestad, y solamente por el choque del aire. Por trasparente y seco que éste sea, siempre es susceptible de compresión y puede formar cuerpos análogos a las nubes, que produzcan sonido al chocar. Las vigas, escudos de fuego y cielo inflamado proceden de causas iguales, pero, más fuertes obrando sobre la misma materia.
II. Veamos ahora cómo se forman los círculos luminosos que algunas veces rodean a los astros. Dícese que el día en que Augusto regresó de Apolonia a Roma, viose alrededor del sol un círculo de los variados colores del arco iris: los Griegos llaman Halo a este fenómeno, al que nosotros podemos muy bien llamar corona. Expondré de qué manera dicen que se forma. Cuando se arroja una piedra a un estanque, vese que el agua se separa formando muchos círculos, siendo el primero muy pequeño, los otros, más grandes y sucesivamente mayores, hasta que se pierde y desvanece el impulso en la inmóvil superficie de las aguas. Iguales movimientos debemos suponer en el aire cuando, encontrándose condensado, puede experimentar percusión, obligándole los rayos del sol, de la luna o de cualquier astro a separarse circularmente. El aire, como el agua, como todo lo que recibe una forma y un choque cualquiera, torna la de aquello que la hiere. Es así que todo cuerpo luminoso es redondo; luego el aire herido por la luz tomará la forma redonda. De aquí el nombre de Áreas que dan los Griegos a estos resplandores, porque generalmente son redondos los lugares destinados a macear el grano. No hay razón para creer que estos círculos, llámense áreas o coronas, se formen en la inmediación de los astros, sino que distan mucho de ellos, aunque parezca que los rodean y coronan. Estas apariciones tienen lugar cerca de la tierra; pero nuestra vista, engañada por su ordinaria debilidad, las coloca alrededor de los mismos astros. Nada de esto puede formarse en torno del sol y de las estrellas donde reina el éter más tenue, porque las formas no pueden imprimirse mas que sobre materia densa y compacta, no teniendo subsistencia ni adherencia en los cuerpos sutiles. En nuestros mismos baños se observa efecto parecido alrededor de las lámparas, por la oscura densidad del aire, y sobre todo por el viento del Mediodía que pone el cielo denso y pesado. Algunas veces se apagan y disuelven insensiblemente estos círculos; otras se rompen en un purito, y los navegantes esperan el viento del lado donde se rompe la corona: el Aquilón, si desaparece por el Septentrión; Favonio, si es en el Occidente. Esto demuestra que estas coronas se forman en la misma parte del cielo en que suelen brotar los vientos. Más allá no se forman las coronas, porque tampoco se forman los vientos. Añade a estas razones que las coronas no se forman sino con aire inmóvil, no viéndose jamás si la atmósfera no se encuentra en tal estado. El aire tranquilo puede recibir un impulso, tomar una figura cualquiera; el aire agitado escapa hasta a la acción de la luz. No teniendo forma ni consistencia, su primera parte herida desaparece en el acto. Estos círculos, pues, que rodean a los astros nunca podrán formarse sino dentro de un aire denso e inmóvil, y por lo tanto a propósito para retener la línea de luz que la hiere circularmente: así es, en efecto. Repite el ejemplo que cité poco antes. Lánzase una piedra a un estanque, lago o paraje lleno de agua tranquila, y produce en ella innumerables círculos, efecto que no causa en un río. ¿Por qué? porque corriendo el agua impide que se forme cualquier figura. Lo mismo sucede en el aire: tranquilo, puede recibir una forma; impetuoso y agitado, no presta resistencia y confunde todas las impresiones que recibe. Cuando las coronas se disipan por igual en todos los puntos, desvaneciéndose por sí mismas, acusan quietud del aire; la tranquilidad es igual entonces y puedes esperar agua. Cuando se rompen por un solo lado, el viento sopla de aquel punto. Si se rasgan por muchas partes, sobreviene tempestad. Todos estos casos se explican por lo que expuse más arriba. Porque si toda la figura de la corona se descompone a la vez, queda demostrado el equilibrio, y por consiguiente la tranquilidad del aire. Si se rompe por un lado solo, es que el aire pesa más en aquel punto, y de allí debe venir el viento. Y si la corona se rompe y se fracciona en muchos lados, evidente es que sufre el choque de varias corrientes que agitan el aire en todas direcciones. Esta agitación de la atmósfera, esta lucha y movimiento en todos sentidos anuncian la tempestad y el inminente combate de los vientos. Las coronas solamente aparecen de noche en derredor de la luna y de otros astros; de día rara vez, por lo que algunos filósofos griegos pretenden que no se forman jamás, a pesar de que consta lo contrario en la historia. Es causa de esta rareza que el sol, teniendo intensa fuerza, agita, calienta y volatiliza mucho el aire: la acción de la luna no es tan enérgica, y por tanto puede resistirla mejor el aire, y lo mismo puede decirse de los demás astros, que son igualmente incapaces para agitarlo. Imprímese, por consiguiente, su figura en esta materia más consistente y menos fugaz. Debe, por tanto, el aire, ni estar tan compacto que aleje o rechace la inmersión de la luz, ni tan sutil y tenue que no retenga ningún rayo. Tal es la temperatura de las noches, cuando los astros, cuya densa luz no hiere bruscamente al aire, se retratan en él, porque se encuentra más condensado de lo que ordinariamente lo está durante el día.
III. El arco iris, por el contrario, no aparece de noche, como no sea muy rara vez, porque la luna no tiene bastante fuerza para penetrar las nubes y derramar en ellas los colores que reciben cuando las hiere el sol. La forma de arco y su variedad de colores proceden de que en las nubes hay partes salientes y partes hundidas, unas demasiado densas para dejar pasar los rayos, y otras demasiado diáfanas para cerrarles el paso. De estas desigualdades resultan esos diferentes matices de sombra y de luz y la admirable variedad del iris. También se asigna otra causa a este arco. Cuando se rompe un tubo, vemos que el agua que brota por estrecha abertura presenta los colores del iris, si los rayos del sol la hieren oblicuamente. Lo mismo puede observarse en el trabajo del batanero, cuando, llena la boca de agua, hace llover sobre la tela estirada en marcos tenue rocío, en el que aparecen todos los colores del iris. No dudarás que la causa de esto reside en el agua, porque nunca aparece el arco sino en las nubes. Pero investiguemos cómo se forma. Según algunos, existen en las nubes ciertas gotitas penetrables a los rayos del sol, y otras más densas que estos rayos no pueden atravesar: las primeras reflejan la luz, las segundas quedan en la sombra, y por su interposición se forma un arco, del cual una parte brilla y recibe la luz, mientras que la otra la rechaza y cubre con su oscuridad los puntos inmediatos. Otros niegan que sea así. Podrían pasar por causas únicas la sombra y la luz si el arco tuviese solamente dos colores, si solamente lo formasen luz y sombra.
Sed nune diversi niteant quam mille colores,
Transitus ipse tamen spectantia lumina fallit;
Usque adeo quod tangit idem est, tamen ultima distat
En el iris vemos el rojo, el amarillo, el azul y otras tintas tan delicadamente matizadas como la pintura, que, como dice el poeta, para distinguir entre ellas los colores es necesario comparar las primeras con las últimas, porque la transición es inapreciable, y el arte de la naturaleza es de tal modo maravilloso, que colores que empiezan por confundirse, concluyen por ser diferentes. ¿De qué sirven aquí vuestros dos elementos de luz y sombra, cuando hay que explicar innumerables efectos? Otros explican de esta manera la formación del arco: en la región donde llueve, todas las gotas son otros tantos espejos, pudiendo reflejar la imagen del sol; estas imágenes, reproducidas por modo innumerable, se confunden en su precipitada caída, naciendo el arco de la confusión de multitud de imágenes del sol. Fundan esta opinión en lo siguiente. Expón al sol en día sereno millares de vasijas llenas de agua, y todas reflejarán la imagen de este astro: supón una gota de rocío en cada hoja de un árbol, y cada gota presentará una imagen del sol. Por el contrario, en el estanque más grande solamente aparecerá una imagen. ¿Por qué? porque toda su superficie, circunscrita en sus límites, forma un solo espejo. Divide este inmenso estanque, por medio de paredes, en varios recipientes, y reproducirá tantas imágenes del sol como recipientes haya. Deja el estanque entero, y nunca ofrecerá más que una imagen. Nada importa que sea un charco o un lago; estando limitado, es un espejo solo. Así, pues, esas innumerables gotas que se precipitan en lluvia, son otros tantos espejos, otras tantas imágenes del sol. El que mira de frente, solamente ve confuso conjunto, desapareciendo por la distancia el espacio que media entre ellas; así es que, en vez de gotas separadas, solamente se percibe confusa niebla formada por todas ellas. De esta misma manera opina Aristóteles. «Toda superficie lisa, dice, refleja los rayos que la hieren». Es así que nada hay tan liso como el agua y el aire; luego el aire condensado nos devuelve los rayos que le envían nuestros ojos. Nuestra vista es débil, y la repercusión más pequeña del aire la turba. Padecen algunos la enfermedad que consiste en figurarse que siempre salen al encuentro de sí mismos, viendo su imagen en todas partes. ¿Por qué? porque la escasa fuerza de sus ojos no puede penetrar siquiera el aire inmediato, sino por el contrario, éste la resiste. Así, pues, lo que el aire denso hace en todos, en éstos lo hace el débil, bastando el más tenue para rechazar su pobre rayo visual; mientras que para rechazar la vista ordinaria necesítase que el aire sea bastante denso, bastante impenetrable para detener y obligar a la visual a volver a su punto de partida. Las gotas de lluvia son otros tantos espejos, pero tan pequeños, que solamente pueden reproducir el color sin la figura del sol. Ahora bien, cuando estas innumerables gotas cayendo sin intermisión reflejan un mismo color, no deben reproducir multitud de imágenes distintas, sino una sola prolongada y continua.-¡Cómo! dirás, ¿supones muchos miles de imágenes donde no veo ninguna? ¿Y por qué teniendo el sol un color solo tienen sus imágenes matices tan diferentes? -Para rechazar estas objeciones y otras que también es necesario desvanecer, conviene que diga lo siguiente: nada hay tan engañoso como la vista, no solamente, en cuanto a los objetos que, por la distancia, no son claramente perceptibles, sino que también en cuanto a los que tiene más cercanos. En el agua más trasparente parece quebrada la rama más derecha. Las manzanas vistas debajo de un vaso parecen mucho mayores. El intervalo entre las columnas desaparece al final de un pórtico largo; y, volviendo a mi asunto, el mismo sol, que la razón nos demuestra ser mucho mayor que la tierra, tan pequeño aparece a nuestros ojos, que algunos sabios solamente le han dado un pie de diámetro. Ninguno ve moverse el astro que sabemos es más rápido de todos, y no se creería que avanza, si no viésemos los progresos de su carrera. Este mundo que gira inclinado sobre sí mismo, con tanta velocidad, que en un momento va de Oriente a Occidente, ninguno de nosotros lo siente caminar. No asombre, pues, si nuestra vista no percibe los intervalos de las gotas de lluvia, y no puede distinguir a tanta distancia esa infinidad de imágenes diminutas. No cabe duda en que el arco iris es imagen del sol recibida en nube cóncava y cargada de lluvia, demostrándolo así el hecho de no aparecer nunca sino opuesto al sol, en lo alto del cielo o en el horizonte, según que el astro desciende o asciende y alternativamente. Muchas veces se encuentra la nube lateral al sol, y no recibiendo directamente su imagen no forma arco. La variedad de colores depende de que unos proceden del sol y otros de la misma nube: la nube presenta líneas azules, verdes, purpúreas, amarillas y encendidas, variedades que proceden de dos tintas solas, una clara y otra oscura. Así también, la misma concha no da siempre a la púrpura el mismo tinte, dependiendo las diferencias de maceración más o menos larga, de los ingredientes más espesos o más líquidos con que se ha impregnado la tela, del número de inmersiones y cocciones a que se la ha sometido y, en fin, si se la ha teñido una o muchas veces. No es, pues, extraño que dos cosas, el sol y una nube, es decir, un cuerpo y un espejo, encontrándose uno enfrente de otro, reflejen tan grande variedad de colores que pueden repartirse en mil matices más fuertes o más suaves; porque uno es el color del rayo ígneo y otro el del pálido y débil. En otras muchas cosas investigamos a tientas cuando no encontramos nada que pueda coger la mano, y nuestras conjeturas tienen que ser aventuradas: aquí vemos claramente dos causas, el sol y la nube; y como el arco nunca aparece en cielo despejado ni bastante cubierto para ocultar al sol, necesariamente ha de ser efecto de estas dos causas, porque en faltando una, no existe.
IV. Síguese de esto, y no con menor evidencia, que la imagen es devuelta como por un espejo, porque siempre lo es por oposición, es decir, cuando enfrente del objeto visible se encuentra el que refleja. Los geómetras nos dan razones que no persuaden, sino que obligan al convencimiento, y para nadie es dudoso que si el arco reproduce mal la imagen del sol, es por defecto del espejo y de su configuración. Aduzcamos nosotros algunos raciocinios que fácilmente puedan comprenderse. Entre las pruebas del defectuoso desarrollo del arco, enumero la rapidez de su formación: un momento desplega en el espacio este vasto cuerpo, este tejido de espléndidos matices, y otro momento lo destruye; ahora bien, nada se reproduce tan rápidamente como la imagen en el espejo, porque el espejo no hace el objeto, sino que lo muestra. Artemidoro Pariano determina cómo debe ser la nube para reproducir de esta manera la imagen del sol. «Si hacéis, dice, un espejo cóncavo de una esfera partida por la mitad, colocándoos fuera del foco veréis en él a todos los que, estén a vuestro lado más cerca de vosotros que del espejo. Lo mismo sucede cuando vemos por de lado una nube redonda y cóncava: destácase la imagen del sol, se nos acerca y se vuelva de nuestro lado. El color de fuego procede, pues, del sol, y el azul de la nube; la mezcla del uno y del otro produce todos los demás».
V. En contra de esto se dice: Hay dos opiniones acerca de los espejos: según unos, lo que se ve en ellos son simulacros, es decir, figuras de nuestros cuerpos; según otros la imagen no está en el espejo, sino que vemos los cuerpos mismos por la reflexión del rayo visual, que vuelve atrás. Pero no importa nada para el asunto saber cómo vemos lo que vemos, sino que la imagen debe ser igual al objeto cual si la reflejase un espejo. ¿Qué hay menos parecido que el sol y un arco que no representa ni el color, ni la figura ni el tamaño de este astro? El arco es más largo, más ancho; la parte radiante tiene color rojo más intenso que el sol, y el resto presenta colores muy diferentes de los de aquél. Además, si comparas al aire con un espejo, debes mostrarme una superficie igualmente pulida, igualmente plana, igualmente brillante. Pero ninguna nube se parece a un espejo; con frecuencia pasamos por medio de ellas y no nos vemos. Los que suben a la cumbre de las montañas, ven debajo las nubes, y sin embargo no ven su imagen. Concedo que cada gota de agua sea un espejo; pero niego que la nube esté formada de gotas. Contiene sin duda con qué formarlas, pero no están realmente formadas; ni tampoco tienen agua las nubes, sino materia que se convertirá en agua. Te concederé también que existen innumerables gotas en la nube y que reflejan los objetos; pero no reflejan todas el mismo, sino cada una el suyo. Reúne muchos espejos y no confundirán sus reflejos en uno solo, sino que cada espejo parcial reproducirá la imagen del objeto opuesto. Existen espejos formados por multitud de espejitos; si enfrente de él colocas un hombre, te parecerá ver un pueblo, porque cada espejito reproduce una imagen. En vano se cuida de adaptar bien estos espejitos; no por esto deja cada cual de reflejar una figura y de un hombre solo hacer una multitud. Pero no en confuso, montón, sino que las figuras están repartidas una a una en cada fragmento, mientras que el iris es un arco único, continuo, presentando en su conjunto una figura sola. -¡Cómo! dirán, ¿el agua que escapa de un tubo roto o que levanta el remo, no ofrece algo de los colores del iris? Cierto es, más no por la razón que aduces, es decir, que cada gota de agua reciba la imagen del sol. Las gotas caen con demasiada rapidez para poder reproducir esta imagen. Necesario es que se detengan para que reciban la impresión y la reproduzcan. Pero ¿qué sucede? que reproducen el color y no la imagen. Además, como elegantemente ha dicho Nerón César:
Colia Cytheriacæ splendent agitata columblæ
y también el del pavo real, al menor movimiento resplandece con matices irisados. ¿Habremos de dar el nombra de espejos a plumas cuya naturaleza es tal que a cada nueva inclinación producen nuevos colores? Ahora bien, no son menos diferentes las nubes de los espejos que las aves que cito, que los camaleones y otros animales que cambian de color, bien por sí mismos, cuando les inflama la cólera o el deseo, y el humor derramado por debajo de la piel les llena de manchas, bien por la dirección de la luz, que hiriéndoles de frente u oblicuamente les cambia el color. ¿En qué se parecen las nubes a los espejos, no siendo éstos diáfanos y dejando aquéllas pasar la luz? Los espejos son densos y compactos, las nubes vaporosas; los espejos están formados por completo de la misma materia, las nubes de elementos diferentes reunidos al azar, y por tanto discordes sin duradera cohesión. Además, a la salida del sol vemos enrojecer una parte del cielo; algunas veces contemplamos nubes de color de fuego. ¿Por qué, si pueden tomar del sol este color, no han de poder tomar también otros muchos, aunque no tengan las propiedades del espejo? -Poco ha, añadirán, aducías entre tus razones para probar que el arco aparece siempre enfrente del sol, la de que el espejo mismo solamente refleja los objetos que tiene delante.-En esto estamos conformes. Porque así como es necesario oponer al espejo aquello de que queremos reciba la imagen, de la misma manera para que la nube quede coloreada es necesario que el sol ocupe posición conveniente: no se produciría el efecto si la luz brillase por todas partes, siendo indispensable para que tenga lugar determinada dirección de los rayos solares. Esto dicen los que quieren que se admita la coloración de la nube. Posidonio y los demás que creen que el efecto se produce como en un espejo, responden: «Si en el arco existiese algún color, sería permanente y aparecería tanto más intenso cuanto más cerca de él se estuviese. Mas la imagen del arco, brillante desde lejos, se apaga a medida que nos acercamos». No admito esta contestación, aunque apruebo el fondo de la idea. ¿Por qué? Lo diré. Verdad es que la nube se colora, pero de tal manera que el color no es visible por todas partes, como tampoco lo es la nube misma; los que están dentro de ella no la ven. ¿Puede extrañar que no vea el color aquel que no ve tampoco la nube? Es así que la nube existe aunque no se vea; luego también el color. No es, pues, argumento para demostrar la no existencia del color el que no aparezca cuando nos acercamos, porque lo mismo sucede con las nubes, que no dejan de ser reales porque no se vean. Cuando te dicen también que el sol da color a la nube, no has de entender que el color la penetra como cuerpo duro, estable y permanente, sino como cuerpo fluido y tenue que solamente recibe pasajera impresión. Existen además algunos colores que solamente son perceptibles a distancia. Cuanto más bella es y mejor saturada está la púrpura de Tiro, más alta se ha de colocar para que ostente todo su esplendor. Y no puede decirse que carezca de color porque su brillantez no aparezca en cualquier sentido en que se muestre. Opino lo mismo que Posidonio, esto es, que el arco se forma en una nube que tiene figura de espejo cóncavo y redondo, cuya figura sea semiesférica. Sin el auxilio de los geómetras es imposible demostrarlo, y éstos enseñan, con argumentos que no dejan duda, que es la imagen del sol desemejante. No todos los espejos son fieles. Los hay que no nos atrevemos a mirarlos: tanto alteran y descomponen el rostro de los que en ellos se contemplan, afeando la semejanza. Mirando otros, podría formarse elevada idea de las propias fuerzas: tanto abultan los músculos y aumentan más allá de lo natural las proporciones de todo el cuerpo. Algunos colocan a la derecha lo que está a la izquierda, otros contornean las cosas o las invierten. ¿Puede asombrar que un espejo de este género, que solamente reproduzca una imagen imperfecta del sol, pueda formarse también en una nube?
VI. Entre las demás pruebas debe mencionarse la de que el arco nunca forma más que un semicírculo, que es tanto menor cuanto más alto se encuentra el sol. Nuestro Virgilio dice:
.....Et bibit, ingens
Arcus
pero esto sucede cuando es inminente la lluvia; no anunciando iguales pronósticos en cualquier parte en que se encuentre. A mediodía anuncia lluvias abundantes que no puede disipar el sol en toda su fuerza por ser demasiado considerables. Si brilla a Poniente, debe esperarse rocío, o menuda lluvia. Si aparece al Oriente o cerca de él, promete tiempo sereno. Mas, ¿por qué, si el arco es un reflejo del sol, se muestra mucho mayor que este astro? Porque hay tales espejos que tienen la propiedad de reproducir los objetos mucho más grandes que los ven, y dar a las formas extraordinario desarrollo, mientras que otros las disminuyen. Dime tú por qué se encorva en semicírculo si no es porque responde a un círculo. Explicarás quizá de dónde procede la diversidad de colores, pero no explicarás su forma si no presentas un modelo a que se ajuste. Es así que no existe otro que el sol, al que confiesas debe el color; luego también la forma. Finalmente, convienes conmigo en que las tintas con que se colora una parte del cielo proceden del sol. Una sola cosa nos separa: tú crees que esas tintas son reales; yo creo que son aparentes. Pero sean reales o aparentes, del sol proceden, y no explicarás por qué desaparecen de pronto cuando todos los colores no desaparecen sino insensiblemente. De mi parte están esta aparición y desaparición repentinas, porque es propio del espejo no reproducir la imagen poco a poco y por detalles, sino en conjunto y de pronto, no siendo menos rápida la imagen para desaparecer que para presentarse; porque para que aparezca o se disipe basta presentar o retirar el objeto. El arco no es sustancia, cuerpo esencial de las nubes, sino una ilusión, una apariencia sin realidad. ¿Quieres la prueba? Desaparecerá el arco si se vela el sol. Que otra nube oculte el sol, el arco se borra. Pero el iris es algo más grande que el sol. He dicho poco ha, que hay espejos que aumentan todo lo que reproducen. Añadirá que todos los objetos vistos a través del agua, parecen mucho más grandes. La escritura menuda y embrollada, leída a través de un globo de cristal lleno de agua, aparece mayor y más clara. Las frutas nadando en cristal, parecen más bellas de lo que son; los astros, más grandes a través de una nube, porque los rayos visuales, flotando en un fluido, no pueden apreciar exactamente la figura de los objetos. Esto aparece manifiesto si llenas de agua un vaso y arrojas dentro un anillo, que por más que permanezca en el fondo, su imagen está siempre en la superficie. Todo lo que se ve a través de un líquido cualquiera, es mucho más grande que el natural. ¿Puede, pues, extrañar que aumente de la misma manera la imagen del sol, visto en la humedad de una nube, puesto que concurren a ello dos causas a la vez? porque en la nube hay algo de vítreo que es trasparente, y algo de agua, que si aun no existe en ella, tiene sin embargo sus elementos en los que ha de resolverse.
VII. Puesto que has mencionado el vidrio, me dirás, tomaré argumento de él para contradecirte. Fabricarse suelen baquetas de vidrio estriadas o con muchos ángulos salientes a manera de clava retorcida, las cuales, si reciben trasversalmente los rayos del sol, presentan los colores del iris. lo que prueba que no es la imagen solar, sino la imitación de los colores por repercusión. -En este argumento hay mucho que me favorece. En primer lugar, demuestra que se necesita un cuerpo bruñido y análogo a un espejo que retrata el sol; además que no son los colores los que se forman entonces, sino manera de falsos colores como aquellos que, según dije antes, aparecen y desaparecen en el cuello de las palomas, según se vuelven en este o en aquel sentido: esto mismo sucede en el espejo, que, como se ve, no tiene color en sí mismo, sino como semejanza de color ajeno. Una sola cosa queda por explicar, y es que en la varilla no se ve la imagen del sol, porque no está bien dispuesta para reproducirla. Verdad es que tiende a reproducirla, puesto que está formada de materia pulida y apropósito para ello; pero no puede, porque, su forma es irregular. Si se construyera convenientemente, reproduciría tantos soles cuantas fuesen sus facetas; pero no estando éstas bastante separadas, ni teniendo bastante brillo para producir el efecto de un espejo, inician solamente la imagen sin reproducirla por completo, y encontrándose todas las imágenes muy próximas, se confunden, presentando sólo una línea coloreada.
VIII. Mas ¿por qué no forma el arco círculo completo y solamente deja ver la mitad en su mayor prolongación? Algunos opinan así sobre esto. Estando el sol mucho más alto que las nubes, solamente las ilumina por la parte superior, de lo que se sigue que la luz no alcanza a la interior. No recibiendo el sol más que por una parte, solamente puede reproducir una parte de la imagen, que nunca pasa de la mitad. Esta razón no es muy poderosa. ¿Por qué? porque por alto que se encuentre el sol siempre ilumina toda la nube, y por consiguiente la colora. ¿Cómo no, si sus rayos la traspasan y penetran en toda su densidad? Estos que así opinan dicen una cosa que les perjudica. Porque si el sol se encuentra alto, y por tanto solamente ilumina la parte superior de la nube, el arco no bajará jamás hasta la tierra, cuando en realidad llega a ella. Por otra parte, el arco está siempre en oposición con el sol, encuéntrese éste más alto o más bajo, porque hiere todo lo que tiene enfrente. Además, el sol poniente suele producir arcos, y ciertamente en estos casos recibe la luz la parte inferior de la nube, por encontrarse el astro muy cerca de la tierra. Sin embargo, solamente aparece un semicírculo, aunque la nube reciba los rayos solares en su parte inferior y más densa. Los nuestros que pretenden que la nube refleje el sol como un espejo, la suponen cóncava y como segmento de esfera, que no puede reproducir el círculo entero, puesto que él mismo no pasa de ser parte de círculo. Admito la idea, pero rechazo la conclusión; porque si un espejo cóncavo puede representar toda la imagen de un círculo, nada impide que la mitad de este espejo reproduzca un globo entero. Ya hemos hablado de círculos que aparecen alrededor del sol y de la luna en forma de arcos: ¿por qué son completos estos círculos y nunca lo es el arco iris? Además, ¿por qué reciben siempre el sol nubes cóncavas y nunca planas o convexas? Aristóteles dice que después del equinoccio de otoño, puede formarse el arco a cualquier hora del día, pero que en estío solamente se forma al amanecer o al declinar el sol. Manifiesta es la razón de esto. En primer lugar, en medio del día, encontrándose el sol en toda su fuerza, disipa las nubes cuyos elementos dispersos no pueden reflejar la imagen del astro. Por el contrario, al amanecer y cuando declina al ocaso, tiene menos fuerza, y por tanto pueden resistir las nubes y reflejar. Además, el arco no se forma ordinariamente sino cuando el sol está enfrente de la nube, y en los días cortos se encuentra siempre oblicuo. Así, pues, en cualquier hora del día y por alto que se encuentre, nubes tiene que puede herir directamente. En estío es vertical con relación a nosotros, y a mediodía especialmente se encuentra muy alto y en línea muy recta para que puedan presentarse nubes de frente, estando todas entonces debajo de él.
IX. Hablemos ahora de esas varas no menos brillantes y matizadas que el iris y que consideramos también como señales de lluvia. Como no son otra cosa que arcos imperfectos, no son difíciles de explicar. Tienen sin duda coloreado aspecto, pero no se encorvan, sino que se prolongan en línea recta, formándose comúnmente cerca del sol, en alguna nube húmeda que comienza a licuarse. Tienen por tanto iguales colores que el arco, diferenciándose solamente en la figura, porque es diferente la de nubes en que se extienden.
X. La misma variedad existe en las coronas; pero estas coronas se forman en todas partes y alrededor de todos los astros: el iris solamente aparece en oposición del sol, y las varas luminosas en su inmediación. También puedo establecer de este modo las diferencias: la corona dividida será un arco; reducida a la línea recta será una vara. En todos estos fenómenos es múltiple el color, resultando de la combinación del azul y del amarillo. Las varas están siempre cerca del sol; el arco es necesariamente solar o lunar; las coronas pueden formarse alrededor de todos los astros.
XI. Otra especie de varas existen, y son rayos luminosos que atraviesan las nubes por los intervalos que las separan, escapando en líneas rectas y divergentes y siendo también señales de lluvia. ¿Qué haré ahora? ¿cómo les llamaré? ¿imágenes del sol? Los historiadores les llaman soles, y refieren que se han visto dos y tres a la vez. Los Griegos les llaman parelios, porque ordinariamente aparecen en la cercanía del sol, o porque tienen cierta semejanza con este, astro, aunque no completa, limitándose a la imagen y figura. Por lo demás, nada tienen de su calor, siendo rayos apagados y lánguidos. ¿Qué nombre les daremos? Haré como Virgilio, que dudando acerca de un nombre, adopta al fin aquel sobre que dudaba:
.....et quo te nomine dicam
Rhetica? nec cellis ideo contende Falernis.
Nada, pues, impide que se les llame parelios. Son éstos imágenes del sol que se refleja en nube densa, próxima al astro y dispuesta en forma de espejo. Algunos definen el parelio diciendo que es una nube redonda, brillante y parecida al sol. Esta nube sigue al astro, conservando constantemente la distancia a que apareció. ¿Nos sorprende acaso ver la imagen del sol en una fuente, en un lago tranquilo? Creo que no. Pues bien, su imagen puede ser reflejada así en lo alto como aquí bajo, si se encuentra materia idónea que la refleje.
XII. Cuando queremos observar un eclipse de sol, colocamos en el suelo recipientes llenos de aceite o de pez, porque un líquido denso no se agita con facilidad y retiene mejor las imágenes que reproduce. Las imágenes no pueden reflejarse sino en líquido tranquilo e inmóvil. Entonces observamos cómo se interpone la luna entre nosotros y el sol; como este astro, siendo mucho más pequeño que aquél, colocándose delante, le oculta en parte unas veces, si solamente le opone un lado, y otras por completo. Llámase eclipse total el que hace aparecer las estrellas interceptando la luz, y tiene lugar cuando el centro de los dos astros se encuentra en la misma línea con relación a nosotros. Así como la imagen de estos dos cuerpos se ve en la tierra, puede verse también en el aire, cuando es bastante denso, bastante trasparente para recibir esta imagen, como la recibe cualquier nube, pero que no refleja si es demasiado móvil, demasiado tenue o demasiado negra. Móvil, dispersa los rasgos de la imagen; tenue, la deja pasar, cargada de vapores impuros y sórdidos, no recibe la impresión, de la misma manera que los espejos deslustrados no reflejan los objetos.
XIII. Algunas veces suelen presentarse dos parelios, y esto por la misma razón. ¿Qué impide que se presenten tantos como nubes haya capaces de reflejar el sol? Algunos opinan que cuando se presentan dos parelios el uno lo produce el sol, el otro la imagen; de la misma manera que muchos espejos colocados de modo que uno esté enfrente de otro nos ofrecen otras tantas imágenes, aunque uno solo reproduce el objeto real, siendo las demás copias de la primera. Poco importa qué sea lo que se pone delante del espejo, porque refleja cuanto ve. Lo mismo sucede en las altas regiones, si la casualidad dispone dos nubes de manera que se miren la una a la otra, esta refleja la imagen del sol, y aquélla la imagen de la imagen. Mas para producir este efecto necesítanse nubes densas, lisas, brillantes, de naturaleza análoga a la del sol. Todos estos fenómenos tienen color blanco y se parecen a los círculos lunares, porque lucen con rayos que el sol les manda oblicuamente. Si la nube está cerca del sol y debajo de él, la disipa el calor; si está demasiado lejos, no refleja los rayos y no se produce la imagen. Lo mismo sucede con nuestros espejos: demasiado lejanos, no nos devuelven nuestra imagen, no teniendo el rayo visual fuerza bastante para volver a nosotros. Estos soles, por emplear el lenguaje de los historiadores, anuncian también la lluvia, sobre todo si aparecen al Austro, de donde vienen las nubes más densas y cargadas. Cuando se muestran a derecha e izquierda del sol, si hemos de creer a Aratro, amenaza tempestad.
XIV. Tiempo es ya de que examinemos los demás fuegos, tan variados en sus formas. Algunas veces brillan repentinamente estrellas, en ocasiones ardientes llamas, fijas y estacionarias unas y movibles otras. Obsérvanse de muchos géneros. Los Bothynos son cavidades ígneas del cielo, rodeadas interiormente de una especie de corona y parecidas a la entrada de una caverna horadada circularmente. Los Pithytes tienen forma de enorme tonel de fuego, móvil unas veces y consumiéndose otras en el mismo punto. Llámanse Chasmata las llamas que el cielo, al entreabrirse en algunos puntos, deja ver en sus profundidades. Los colores de estos fuegos son extraordinariamente variados: en tanto, rojo intenso o llama ligera pronta a extinguirse; algunas veces luz blanquecina, otras brillantez deslumbradora, o bien luz amarillenta y uniforme que no irradia ni centellea. Así vemos,
Stellarum longos a tergo albescere tractus
Estas pretendidas estrellas parten, cruzan el espacio, y, a causa de su inmensa rapidez, parece que dejan detrás largo rastro de fuego, y nuestra vista, siendo demasiado débil para distinguir cada punto de su paso, nos hace creer que todo el camino que recorren es una línea de fuego. Porque la rapidez de sus movimientos es tal, que no es posible seguir su carrera, teniendo que apreciarla en conjunto. Más bien vemos la aparición que la marcha de la estrella, y parece que marca toda su carrera con una línea inflamada, porque nuestra vista, demasiado lenta, no puede seguir los diferentes puntos de su marcha y percibe de una vez el punto de partida y el término. Así se nos presenta también el rayo: creemos que traza larga línea de fuego, porque termina su carrera en un momento, abarcando a la vez nuestra mirada todo el espacio que recorre en su caída. Pero este cuerpo no ocupa toda la línea que describe; llama tan prolongada y débil no tiene tanta consistencia en su carrera. Pero ¿cómo brillan estas estrellas? El frotamiento del aire las enciende y el viento acelera su caída: sin embargo, no proceden siempre de frotación y viento. En las regiones superiores abundan corpúsculos secos, calientes, terrosos, entre los cuales nacen estos fuegos, y corriendo hacia las sustancias que los alimentan, se precipitan con tanta rapidez. ¿Y por qué tienen diversos colores? Esto depende de la naturaleza de la materia inflamable y de la vehemencia del principio que inflama. Estos fenómenos presagian viento y vienen de la región de donde parten.
XV. ¿Preguntas cómo se forman los fuegos que llamamos Fulgores y los Griegos Sela? De muchas maneras, como suele decirse. Puede producirlos la violencia de los vientos, como también el calor de las regiones superiores. Porque estos fuegos, que desde allí se diseminan a lo lejos, pueden dirigirse abajo, si en esta dirección encuentran alimentos. El movimiento de los astros en su curso puede excitar los elementos inflamables y propagar el incendio a la parte inferior. ¿Qué diremos? ¿no puede suceder que el aire lance hasta el éter partículas ígneas que produzcan ese resplandor, esa llama o especie de estrella fuera de su centro? De estos fulgores, unos se precipitan como estrellas errantes; otros permanecen en lugar fijo, brillando bastante para disipar las tinieblas y formar una manera de día, hasta que, faltos de alimentación, se oscurecen, y como llama que se extingue por sí misma, en constante disminución, se reducen a nada. Algunas veces aparecen estos fuegos en las nubes, y en ocasiones encima: en estos casos los forman corpúsculos ígneos, alimentados cerca de la tierra por aire denso que les hace subir hasta los astros. También los hay que no pueden ser duraderos, sino que pasan y se extinguen casi en el momento mismo en que se inflaman. Estos son los fulgores propiamente dichos, porque su aparición es corta y fugaz; su caída es peligrosa, y a las veces tan desastrosa como la del rayo, hiriendo las casas, que los Griegos llaman entonces plecta. Aquellos cuya llama tiene más fuerza y duración y sigue el movimiento del cielo o una marcha que les es propia, los de nuestra escuela les llaman cometas, de los que hablaremos más adelante. A este género pertenecen las pogonias , lámparas, ciparisas y todos los demás cuyo cuerpo termina en llama esparcida. Dúdase si se deberán colocar en este grupo las vigas y las pithitas, cuya aparición es muy rara y que exigen considerable aglomeración de fuego para formar un globo, con frecuencia más grueso que el disco del sol naciente. Entre los de este género pueden colocarse esos fenómenos tantas veces citados en la historia, tales como el cielo inflamado, elevándose a las veces tanto el fuego que parece confundirse con los astros, y bajando otras hasta parecer lejano incendio. En tiempos de Tiberio César corrieron cohortes en auxilio de la colonia de Ostia, que creían ardiendo, engañados por un fenómeno de esta clase que por mucha parte de la noche proyectó la opaca luz de llama intensa y humeante. Nadie duda de la realidad de las llamas que se ven en estos casos: ciertamente son verdaderas llamas; pero discrepan las opiniones relativamente a los primeros de que hablé, es decir, el arco y las coronas, dudándose si serán apariencias engañosas o realidades. En opinión nuestra, el arco y las coronas no tienen cuerpo, así como en el espejo solamente vemos simulacro y mentira en la representación del objeto exterior; porque en el espejo no existe lo que nos muestra: de otro modo la imagen quedaría en él y no la reemplazaría otra en un momento, ni se verían innumerables formas aparecer y desvanecerse sucesivamente. ¿Qué se deduce de esto? Que son simulacros y vanas representaciones de objetos reales. Existen además espejos construidos para desfigurar los objetos; algunos, como dije, representan al través el semblante del espectador; otros lo aumentan desmedidamente y dan a su persona proporciones sobrehumanas.
XVI. En este lugar quiero narrarte una historia, para que veas que la lujuria no desprecia ningún artificio que provoque al placer, y que es por demás ingeniosa para estimular más y más su propio furor. Hostio Quadra tuvo tal obscenidad que hasta se reprodujo en la escena. Fue este rico avaro, aquel esclavo de millones de sextercios a quien asesinaron sus siervos y a quien el divino Augusto consideró indigno de venganza, a pesar de que no declaró justa su muerte. No limitaba éste a un solo sexo sus impurezas, sino que fue tan ávido de hombres como de mujeres. Había hecho construir espejos como los que acabo de mencionar, que reproducían los objetos mucho mayores de lo que eran, pareciendo el dedo más grueso y más largo que el brazo; y de tal manera colocaba estos espejos, que, cuando se entregaba a un hombre, veía, sin volver la cabeza, todos los movimientos de éste, gozando como de una realidad de las enormes proporciones que reflejaba el engañoso espejo. Recorría todos los baños para reclutar sus hombres, eligiéndolos en conveniente medida; y sin embargo, tenía que recurrir todavía a la ilusión para satisfacer su insaciable lubricidad. ¡Dígase ahora que se debe la invención del espejo a las exigencias del tocado! No puede recordarse sin repugnancia lo que aquel monstruo, digno de ser desgarrado con su propia boca, osaba decir y ejecutar, cuando rodeado de todos sus espejos se hacía espectador de sus propias torpezas: aquello que, aunque secreto, pesa sobre la conciencia; lo que todo acusado niega, lo traía a la boca y lo tocaba con los ojos. ¡Cuándo el crimen, oh dioses, retrocede ante su propio aspecto! Los hombres sin honor y entregados a todas las humillaciones, conservan aún el pudor de los ojos. Pero aquél, como si fuese poco soportar cosas inauditas, desconocidas, invitaba a sus ojos a verlas; y no contento con contemplar toda su degradación, tenía los espejos para multiplicar las repugnantes imágenes y agruparlas en derredor suyo; y como no podía verlo todo bien cuando se entregaba a los brutales abrazos del uno, y, con la cabeza baja, dedicaba la boca a los placeres de otro, se presentaba a sí mismo, por medio de las imágenes, el cuadro de su trabajo. Repartido algunas veces entre un hombre y una mujer, y pasivo en todo su cuerpo, contemplaba aquellas abominaciones. ¿Qué podía reservar para la oscuridad aquel hombre impuro? En vez de temer la luz, se mostraba a sí mismo sus monstruosas uniones, admirándose en ellas. ¿Cómo? ¿dudarás que deseó le pintasen en aquellas actitudes? Hasta en la prostituta queda alguna modestia, y esas desgraciadas, entregadas a la lubricidad pública, colocan en su puerta algún velo que oculte su triste docilidad; tan cierto es que, hasta en el asilo del vicio se conserva algún pudor. Pero aquel monstruo había convertido en espectáculo su obscenidad, contemplándose en actos que la oscuridad más profunda no vela bastante. «A la vez gozan de mí el hombre y la mujer, se dijo; sin embargo, con la parte que me queda libre imprimo mancha más hedionda aún que las que recibo. Todos mis miembros están prostituidos; que mis ojos tomen parte también en la orgía, que sean testigos y apreciadores. Muéstreme el arte lo que la posición de mi cuerpo me impide ver, y no se crea que ignoro lo que hago. En vano dio la naturaleza al hombre débiles medios de gozar, habiéndose mostrado más generosa con otros animales. Encontrará medio de asombrar y satisfacer mi frenesí. ¿Para qué me servirá mi malicia si me limito a lo que la naturaleza quiere? Me rodearé de esos espejos que aumentan de un modo increíble las imágenes de los objetos. Si pudiese, las convertiría en realidades; pero no pudiendo, alimentémonos de ilusiones. Que mi obscenidad vea más de lo que recibe y se admire de lo que puede soportar». ¡Indigno delito! Tal vez le herirían de pronto y sin que viese venir la muerte. Delante de sus espejos debieron inmolarlo.
XVII. Búrlense ahora de los filósofos que disertan acerca de las propiedades del espejo; que investigan por qué se presenta en ellos nuestra imagen vuelta hacia nosotros; con qué objeto ha querido la naturaleza, a la vez que creaba cuerpos reales, que viésemos también sus simulacros; por qué, en fin, dispuso materias aptas para recibir la imagen de los objetos. No fue ciertamente para que contemplásemos delante de un espejo cómo nos arreglan la barba y la cara puliendo nuestro rostro de hombres. En nada quiso favorecer a nuestra molicie; pero en esto atendió a que, no pudiendo nuestra débil vista soportar el resplandor del sol, hubiésemos ignorado su verdadera forma, de no tener medio para aminorar su brillo. A pesar de que es posible contemplarlo cuando sale o en el ocaso, sin embargo, la figura del astro mismo, tal como es, no de color rojo encendido, sino blanco deslumbrador, nos seria desconocida si no se mostrase a través de un líquido más clara y fácil de observar. Además, este encuentro de la luna y el sol, que a las veces intercepta la claridad del día, no sería para nosotros perceptible ni explicable si, al inclinarnos hacia la tierra, no viésemos con mayor comodidad la imagen de los dos astros. Inventáronse los espejos para que el hombre se viese a sí mismo. De aquí resultan muchas ventajas; en primer lugar, el conocimiento do su persona, y además, en algunas ocasiones útiles consejos. A la hermosura, que evitase la infamia; a la fealdad, que necesitaba adquirir por medio del mérito los atractivos de que carece; a la juventud, que la primavera de la vida es el momento propicio para los estudios asiduos y empresas enérgicas; a la vejez, que debe renunciar a lo que sienta mal a las canas y pensar algo en la muerte. Con este objeto nos ha suministrado la naturaleza medios para vernos. La tranquila fuente, la bruñida superficie de una piedra reflejan a cada cual su imagen.
.....Nuper me in litore vidi
Quum placidum ventis staret mare
¿Cómo crees que fue el tocado cuando se contemplaban en tales espejos? En aquella edad de sencillez, contentos con lo que les ofrecía el acaso, no empleaban todavía los hombres los beneficios de la naturaleza en provecho del vicio. La casualidad les mostró primeramente la reproducción de su semblante; en seguida, como el amor propio, innato en todos, les hizo agradable este espectáculo, volvieron frecuentemente al objeto en que se vieran por primera vez. Cuando una generación más corrompida penetró en las entrañas de la tierra para sacar lo que debería sepultarse en ella, el hierro fue el primer metal que se utilizó; e impunemente lo hubiesen extraído los hombres si le hubiesen extraído solo. Todos los otros males de la tierra le siguieron: el pulimento de los metales ofreció al hombre su imagen, encontrándola éste en un vaso y aquél en el bronce preparado para otro uso; y poco después se construyeron espejos redondos, no de bruñida plata, sino de frágil y despreciable materia. Entonces también, durante la ruda existencia de los pueblos antiguos, creíase haber hecho bastante por la limpieza cuando se habían lavado en la corriente de los ríos las manchas ocasionadas en el trabajo; cuando se habían arreglado la cabellera y peinado la luenga barba; haciendo todo esto uno mismo, o prestándose recíprocamente dos estos servicios. La mano de la esposa desenredaba aquella espesa cabellera que acostumbraban a dejar flotante y que aquellos hombres, bastante bellos a sus ojos sin los auxilios del arte, agitaban como los animales nobles sacuden sus melenas. Más adelante, habiéndolo invadido todo el lujo, hiciéronse espejos de toda la altura del cuerpo, cincelados en oro y plata, y hasta adornándolos con pedrería, y alguna mujer compró un espejo de éstos en precio que excedía al dote que antiguamente daba el tesoro público a las hijas de los generales pobres. ¿Tendrían espejos de oro las hijas de Scipión, cuyo dote fue una moneda de bronce? ¡Afortunada pobreza que les valió tal distinción! Si su padre las hubiese dotado, no lo recibieran del Senado; y fuese quien quisiese aquel a quien el Senado sirviera de suegro, debió comprender que tales dotes no son de los que se devuelven. Hoy no bastaría para el espejo de hijas de liberto el dote que el pueblo romano dio a Scipión. El lujo ha llevado más lejos sus exigencias, excitado por el aumento de las riquezas; todos los vicios han tenido inmenso desarrollo, y de tal manera se han confundido todas las cosas por criminal refinamiento, que lo que se llamaba el mundo de la mujer, ha pasado al equipo del hombre; y digo muy poco, porque ha pasado también al del soldado. El espejo, que en su origen se empleaba solamente en el ornato, ha venido a ser necesario a todos los vicios.