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Cuestiones Naturales, Libro Tercero

Libro tercero

Prefacio.

No se me oculta, óptimo Lucilio, que pongo los fundamentos de grandes edificios, y siendo ya viejo, quiero recorrer el círculo del universo y descubrir el principio de las cosas y sus secretos, para ponerlos en conocimiento de los demás. ¿Cuándo podrá terminar tantas investigaciones, reunir tanta cosa desparramada y penetrar tantos misterios? La vejez me empuja por la espalda y me censura tantos años empleados en vanos estudios; nueva razón para apresurarme y reparar por medio del trabajo los vacíos de una vida mal ocupada. Añádase la noche al día, aléjense cuidados inútiles y abandonemos las ocupaciones de un patrimonio demasiado lejano de su dueño; que el espíritu se entregue por completo a sí mismo y a su propio estudio, y que en el momento en que la edad huye con mayor rapidez, nuestra atención se fije al menos en nosotros mismos. Así lo haré con asiduidad, y diariamente podré medir la brevedad del tiempo. Por el escrupuloso empleo del presente, podré recuperar cuanto he perdido. Fidelísimo es al bien aquel que vuelve a él por el arrepentimiento. Con mucho placer exclamaré con un poeta ilustre:

Tollimus ingentes animos, at maxima parvo
Tempore molimur

Así hablaría si todavía fuese niño o joven, porque no hay porvenir tan dilatado que no sea demasiado corto para tan grandes cosas. Pero yo empiezo después del mediodía de mi vida esta carrera tan grave, difícil e infinita. Hagamos lo que se hace en viaje; cuando se parte tarde se recobra lo perdido aumentando la rapidez. Seamos diligentes y prosigamos este trabajo, tan grande ya, que tal vez quedará sin concluir, sin dar por excusa la edad. Engrandécese mi ánimo en presencia de tamaña empresa; contempla lo que debe hacer aún, y no lo que le queda de vida. Algunos se consumieron escribiendo la historia de reyes extranjeros, refiriendo los males que los pueblos tan hecho o padecido alternativamente. ¿Cuánto más prudente es sofocar las propias pasiones que referir a la posteridad las de otros? ¿Cuánto mejor es celebrar las obras de la divinidad que los latrocinios de Filipo, Alejandro y otros parecidos, famosos por la ruina de las naciones, azotes tan funestos para la humanidad como aquel diluvio que cubrió todas las llanuras, como aquel incendio general en que perecieron casi todos los seres vivientes? Escríbese cómo atravesó los Alpes Anníbal; cómo trajo a Italia imprevista guerra, que las desgracias de España hacían más temible todavía; cómo, encarnizado contra los Romanos, después de sus reveses, después de la ruina de Cartago, vagó de rey en rey, ofreciéndose por general, pidiendo un ejército y no cesando, no obstante su vejez, de buscarnos guerra en todos los rincones del mundo, como si hubiese podido resignarse a vivir sin patria, pero no sin enemigos. ¿No será mejor que inquiramos nosotros lo que debe hacerse y no lo que se hace, y enseñemos a aquellos que entregan su suerte a la fortuna, que nada hay estable en sus favores y que todos huyen con la rapidez del viento? Porque la fortuna no sabe parar y se complace en arrojar los males sobre los bienes, en confundir las risas con las lágrimas. Que nadie confíe, pues, en la posteridad; que nadie desaliente en la desgracia; triste o risueña, la suerte tiene sus alternativas. ¿Por qué tanta alegría? Ignoras dónde te abandonará el poder que tan alto te sube, y que no se detendrá a tu gusto sino al suyo. ¿Por qué te abates? Te encuentras en lo más profundo; ahora debes levantarte. De la adversidad se pasa a la mejor suerte, y del objeto apetecido a estado menos agradable. Necesario es que tu pensamiento contemple estos cambios comunes no solamente a las casas particulares que leve causa abate o levanta, sino que también a las públicas y soberanas. Hanse visto gentes salidas del polvo dominar desde los tronos, y caer antiguos imperios en medio de su esplendor. Nadie podría enumerar los poderes mutuamente quebrantados; en el mismo momento hace Dios brotar éste y caer aquél; y no caen muellemente, sino que les arroja desde la cumbre sin que ni restos queden de ellos. Grande consideramos esto porque somos pequeños; pues frecuentemente nuestra pequeñez y no la naturaleza misma de las cosas nos las hace contemplar grandes. ¿Qué hay grande en las cosas humanas? No lo es llenar de armadas los mares, ni clavar los estandartes en las orillas del mar Rojo, ni cuando falta tierra para nuestras devastaciones, vagar por el Océano buscando playas desconocidas: nada de esto es grande, pero sí lo es haber contemplado el mundo con los ojos del espíritu y conseguido la mejor victoria, el dominio sobre los vicios. Innumerables son los que han dominado ciudades y naciones enteras; pero ¡cuán pocos son los que se han dominado a sí mismos! ¿Qué hay grande aquí bajo? Elevar el ánimo sobre las amenazas y promesas de la fortuna; no esperar de ella nada que sea digno de nosotros. ¿Qué tiene la fortuna digno de nuestros deseos, si cuando de la contemplación de las cosas celestes pasan nuestros ojos a las de la tierra, encontramos en ellas tanta oscuridad como cuando se pasa de la brillante luz del sol a las tinieblas de los calabozos? ¿Qué hay grande aquí bajo? El ánimo firme y sereno en la adversidad que recibe todos los reveses como si los hubiese deseado. Y en efecto, ¿no deberíamos desearlos al saber que todo sucede por decreto de Dios? Llorar, gemir, quejarse, es rebeldía. ¿Qué hay de grande? El ánimo fuerte e inquebrantable contra los reveses, que rechaza las voluptuosidades y hasta las combate con ahínco; que no busca ni huye el peligro; que sabe formar su suerte sin esperarla; que sale al encuentro de los bienes como de los males sin turbación ni inquietud, y que no le conmueve la fortuna favorable ni la adversa. ¿Qué hay de grande? Cerrar el ánimo al mal consejo, levantar las manos puras al cielo, y en vez de aspirar a bienes que, para llegar a ti, otros tienen que dar o perder, desear un solo tesoro que nadie te disputará, la sabiduría; y si la casualidad te lleva esas demás ventajas tan apreciadas por los mortales, considerarlas debes como cosas que huyen por el mismo camino que vienen. ¿Qué hay de grande? Levantar el ánimo por encima de las cosas fortuitas, recordar que somos hombres; si somos felices, considerar que no lo seremos por mucho tiempo; si desgraciados, que no lo somos desde el momento en que creemos no serlo. ¿Qué hay de grande? Tener el alma en el extremo de los labios dispuesta a marchar. De esta manera es libre el hombre, no por derecho de ciudadano, sino por derecho de naturaleza. Libre es el que no es esclavo de sí mismo; el que ha rechazado esta servidumbre constante, que no admite resistencia y pesa sobre nosotros día y noche. El que es esclavo de sí mismo sufre el yugo más pesado de todos; pero es fácil sacudirlo, si dejas de pedirte muchas cosas a ti mismo, si no te envaneces con tu propio mérito, si recuerdas tu condición de hombre y tu edad, y te dices, aunque seas joven: ¿Por qué esta locura? ¿por qué este anhelo? ¿por qué este trabajo? ¿por qué trastorno el suelo? ¿por qué asedio el foro? ¡Necesito tan poco y por tan corto tiempo! -Para esto nos servirá el estudio de la naturaleza, que, separándonos primeramente de objetos indignos de nosotros, da en seguida al alma la grandeza, la elevación que necesita, sustrayéndola al dominio del cuerpo. Además, la inteligencia que se ejercita en sondear los misterios de las cosas no se rebajará a cuestiones más humildes. Y nada hay más fácil que estas regias saludables que nos robustecen contra nuestra perversidad y locura, que condenamos y no abandonamos.

I. Ocupémonos ahora de las aguas e investiguemos de qué manera se forman: sea como dice Ovidio,
Fons erat illimis nitidis argenteus undis
o como dice Virgilio,
Unde per ora novem vasto cum murmure montis
It mare præruptum, et pelago premit arva sonanti
o bien como encuentro en tus escritos, caro Junior,
Elæus Siculis de fontibus exsilit amnis

¿por qué medio se suministran estas aguas a la tierra? ¿de qué manera alimentan día y noche su caudal esos ríos tan inmensos? ¿por qué aumentan algunos en invierno y otros crecen en la época en que el mayor número disminuye? Separemos desde luego el Nilo, en vista de que su naturaleza es singular y propia; aplazaremos lo que le concierne, y trataremos de las aguas comunes, así frías como calientes, investigando en cuanto a estas últimas si tienen calor natural o adquirido. También nos ocuparemos de las que su sabor o utilidad ha hecho célebres. Porque las hay que alivian los nervios, otras los ojos; algunas sanan por completo de males inveterados y de cuya curación desesperaban los médicos. Algunas cicatrizan las llagas; otras, bebiéndolas, fortalecen los órganos interiores y suavizan las enfermedades del pulmón y de otras vísceras; estas contienen las hemorragias, siendo en fin tan diferentes en sus empleos como en sus sabores.

II. Todas las aguas son estancadas o corrientes, reunidas en masas o repartidas en venas. Las hay dulces y de todas clases, encontrándose acres, saladas, amargas y medicinales, entre las cuales contamos las sulfurosas, ferruginosas y aluminosas. El sabor revela su cualidad. Otras muchas diferencias tienen que se reconocen por el tacto, son frías o calientes; por el peso, son pesadas o ligeras; por el color, son claras o turbias, azuladas o trasparentes; en fin, por la salubridad, siendo saludables y útiles o mortales y petrificantes. Las hay extraordinariamente ligeras; otras son crasas; unas alimenticias, otras pasan sin alimentar el cuerpo, y algunas reproducen la extinguida fecundidad.

III. Que el agua esté estancada o corra, depende de la disposición de los lugares: en los planos inclinados corre, y en la llanura queda inmóvil; algunas veces la impulsa el viento delante de sí, y en estos casos no corre, sino que se ve obligada a ello. La aglomeración de aguas depende de las lluvias; las corrientes naturales nacen de manantiales. Pero suceder puede que las aguas nazcan y se aglomeren en el mismo paraje, como vemos en el lago Fucino, al que van a parar todos los arroyos que bajan de las montañas inmediatas. Pero también encierra en su interior abundantes manantiales, por cuya razón no cambia de aspecto cuando penetran en él los torrentes del invierno.

IV. Consideremos ante todo cómo puede bastar la tierra al alimento continuo de los ríos y de dónde salen tantas aguas. Admírase que los ríos no aumenten los mares, y no debe admirarse menos que tanta pérdida de agua no empobrezca la tierra. ¿Cómo se llenan sus depósitos secretos para que corra siempre y supla incesantemente las pérdidas? La razón que demos para los ríos será igualmente aplicable a los arroyos y fuentes.

V. Creen algunos que la tierra absorbe de nuevo todas las aguas que derrama, y que si no aumentan los mares es porque en vez de conservar las corrientes que reciben, las restituyen en seguida. Conductos invisibles las llevan debajo de tierra, y habiendo salido a la vista, vuelven secretamente, filtrándose en el tránsito el agua del mar, que pierde su amargor a fuerza de agitarse en las innumerables sinuosidades de la tierra, y a través de las variadas capas del suelo dejan su sabor desagradable, pasando a completo estado de pureza.

VI. Otros juzgan que la tierra solamente emite por los ríos el agua que recibe de las lluvias, dando como prueba la escasez de ríos en las regiones donde llueve rara vez. La aridez de los desiertos de la Etiopía y el escaso número de manantiales que ofrece el interior de África, atribúyenla a la abrasadora naturaleza de aquel cielo, en el que reina casi siempre el verano. De aquí esas tristes llanuras de arena sin árboles, sin cultivo, apenas regadas de tarde en tarde por lluvias que el suelo absorbe en el acto. Sábese, por el contrario, que la Germanía, la Galia, y después de éstas Italia, abundan en arroyos y ríos porque su cielo es húmedo y ni siquiera carece de lluvias el estío.

VII. Comprendes que se puede decir mucho en contra de esto. En primer lugar te diré en mi calidad de diligente viticultor que ninguna lluvia, por grande que sea, penetra en la tierra a más de diez pies de profundidad. La primera corteza absorbe toda el agua y no desciende más. ¿Cómo podría alimentar ríos esta lluvia que solamente moja la superficie del suelo? La mayor parte de ella va al mar por el cauce de los ríos, siendo muy poca la que absorbe la tierra que no la guarda, porque o está sedienta y bebe cuanta cae, o está saciada y no recibe más de la que necesita. Por esta razón las primeras lluvias no aumentan el caudal de los ríos, absorbiéndolas por completo la tierra, que se encuentra muy seca. ¿Cómo explicar, por otra parte, esos ríos que brotan de los peñascos y montañas? ¿Qué pueden recibir de las lluvias que corren por piedras desnudas sin encontrar tierra que las detenga? Añade que cuando se abren pozos en parajes muy secos, a doscientos o trescientos pies se encuentran veneros abundantes, no penetrando jamás el agua de las lluvias a tanta profundidad, lo cual demuestra que aquellas aguas no han caído del cielo ni son masas estancadas, sino lo que ordinariamente se llama aguas vivas. También se combate la opinión expuesta reflexionando que brotan manantiales en la cumbre de algunas montañas, manantiales evidentemente impulsados por fuerza ascendente o formados en el paraje mismo, porque todas las aguas pluviales corren hacia abajo.

VIII. Otros opinan que de la misma manera que en la superficie de la tierra existen vastas lagunas y grandes lagos navegables, extendiéndose los mares que cubren todos los parajes bajos; así también el interior del globo está lleno de aguas dulces, estancadas, como vemos el Océano y sus golfos, pero mucho más abundantes, por ser las cavidades interiores más profundas que las del mar. De estos inmensos depósitos brotan los grandes ríos, ¿y cómo admirarse de que la tierra no quede empobrecida por ellos cuando los mares no experimentan aumento?

IX. Esta explicación agrada más a otros. El interior de la tierra, dicen, encierra profundas cavernas y mucho aire que necesariamente se enfría en la densa oscuridad que le comprime. Este aire inerte e inmóvil, no pudiendo conservar su naturaleza, concluye por convertirse en agua. De la misma manera que en la parte superior del aire así modificado nace la lluvia, así se forman debajo de la tierra los arroyos y los ríos. El aire no puede permanecer inmóvil mucho tiempo y pesar sobre la atmósfera; de tiempo en tiempo lo dilata el sol o lo enrarecen los vientos, por cuya razón media largo intervalo entre una lluvia y otra. Cualquiera que sea la causa que obra sobre el aire subterráneo para cambiarlo en agua, obra sin cesar: la oscuridad perpetua, el frío continuo, la inercia y densidad del aire; luego los manantiales y ríos estarán perpetuamente alimentados. -En nuestra opinión la tierra es susceptible de cambios. Todo cuanto exhala, no habiendo nacido al aire libre, se condensa y convierte prontamente en agua.

X. Esta es la primera causa de la formación de las aguas en el interior de la tierra. Conviene añadas que unas cosas nacen de otras: el agua se cambia en aire, el aire en agua; el fuego se forma del aire y el aire del fuego. ¿Por qué el agua no había de producir la tierra y la tierra el agua? Si la tierra puede convertirse en aire y en fuego, con mayor razón puede trocarse en agua. La tierra y el agua tienen igual naturaleza; las dos son pesadas, densas y están relegadas a la parte inferior del mundo. El agua produce tierra, ¿por qué la tierra no había de producir agua? -Pero los ríos son muy grandes. -Si te parecen muy grandes, considera de qué cuerpo tan grande salen. Te sorprende que los ríos que no cesan de correr, y algunos con rapidez suma, encuentren siempre agua nueva y dispuesta para alimentarles. ¿Y por qué no te sorprende que el aire, a pesar de los vientos que le empujan en todas sus partes, no solamente no se agote, sino que corra día y noche con igual volumen? Y sin embargo, no corre como los ríos en cauce determinado, sino que abraza en su potente vuelo el inmenso espacio de los cielos. ¿Por qué no te sorprende que vengan siempre nuevas olas después de tantas como se rompen en la playa? Lo que vuelve sobre sí mismo no se agota jamás. Todos los elementos están sujetos a estos regresos alternativos. Lo que no pierde, enriquece a otro, y parece que la naturaleza mantiene sus diferentes partes en la balanza por temor de que, destruido el equilibrio, el universo caiga en el caos. Todos están en todos. No solamente el aire se trueca en fuego, sino que jamás existe sin fuego: quítale el calor, y se condensa, queda inmóvil y endurecido. El aire pasa a ser agua, y nunca existe sin ella. La tierra se convierte en aire y en agua, pero nunca se encuentra sin agua, como tampoco sin aire. Y estos cambios son tanto más fáciles, cuanto que el elemento que ha de nacer está ya mezclado al primero. Así, pues, la tierra contiene agua y la hace brotar; contiene aire que la oscuridad y el frío condensan y convierten en agua. Ella misma es susceptible de licuación, y obra por consiguiente según su propia naturaleza.

XI. «¡Cómo! me dirás, si son permanentes las causas que dan origen a los ríos, ¿por qué se secan éstos algunas veces o aparecen en sitios donde no se veían antes?» Frecuentemente un terremoto cambia su dirección; un derrumbamiento les cierra el paso, y les obliga, estrechándoles, a buscar otra salida, que abren en cualquier punto por medio de una irrupción; o bien la misma sacudida de la tierra los traslada a otra parte. En nuestro país suele acontecer que algunos ríos, habiendo perdido su cauce, refluyen primeramente y en seguida se abren paso para reemplazar el cauce perdido. Theofrasto dice que así sucedió en el monte Coryco, del que, después de un terremoto, se vieron brotar manantiales desconocidos antes. Algunos opinan que intervienen también ciertas causas accidentales que se suponen capaces de hacer brotar manantiales o que alteran y varían su carrera. En otro tiempo estaba desprovisto de agua el monte Hemus; mas cuando una muchedumbre gala, acosada por Cassandro, se refugió en aquella montaña y destruyó sus bosques, descubriose abundante agua que sin duda absorbían los árboles para alimentarse, y una vez cortados, el agua que ya no absorbían, apareció en la superficie del suelo. El mismo escritor dice que igual descubrimiento tuvo lugar en los alrededores de Magnesia. Pero con perdón de Theofrasto, me atreveré a decir que el hecho no es verosímil; porque los parajes más umbríos son generalmente los más abundantes en agua, lo cual no sucedería si los árboles la absorbiesen: éstos se alimentan de la humedad de las capas superiores, mientras que los manantiales brotan de las interiores, demasiado profundas para que las raíces de los árboles puedan llegar hasta ellas. Además, los árboles cortados necesitan más agua, no solamente para vivir, sino que también para conseguir nuevo desarrollo. También refiere Theofrasto que en las inmediaciones de Arcadia, ciudad que existió en la isla de Creta, se secaron los lagos y las fuentes porque dejaron de cultivar el terreno después de la destrucción de la ciudad, y más adelante, cuando volvieron los cultivadores, volvieron también las aguas. Considera como causa de esta desecación el endurecimiento del suelo, que no estando removido, no podía ya dar paso a las lluvias. Siendo esto así, ¿por qué vemos fuentes numerosas en los parajes más desiertos? Existen muchos más terrenos cultivados a causa de sus aguas, que terrenos en que el agua ha aparecido a causa del cultivo. No es agua pluvial la que corre en caudalosos ríos, navegables desde su nacimiento; demostrándolo evidentemente el hecho de que sus manantiales arrojan igual cantidad en verano como en invierno. La lluvia puede formar un torrente y no esos ríos que corren entre sus riberas con igual y permanente caudal: no los forma sin duda la lluvia, pero los aumenta.

XII. Remontemos más si te parece, y verás que nada debe preocuparte, si examinas de cerca el verdadero origen de los ríos. Forma el río una cantidad de agua que corre sin interrupción. Ahora bien, si me preguntas cómo se forma este agua, te preguntaré a mi vez cómo se forma el aire o la tierra. Si existen cuatro elementos, no puedes preguntar de dónde procede el agua, puesto que es uno de los cuatro elementos. ¿Por qué te has de admirar si parte tan grande de la naturaleza basta para perpetuos derrames? De la misma manera que el aire, que es también uno de los cuatro elementos, produce los vientos y tempestades, así el agua produce los arroyos y los ríos. Si el viento es corriente de aire, el río es corriente de agua. Mucha fuerza atribuyo al agua cuando digo, es un elemento, y comprenderás que lo que procede de tal fuente no puede agotarse.

XIII. El agua, dice Thales, es el elemento más poderoso: le considera como el más antiguo y del que han tomado origen los demás. Lo mismo pensamos nosotros, al menos en cuanto a lo último. Y a la verdad, pretendemos que el fuego ha de apoderarse del mundo entero y convertirle todo en su propia sustancia: en seguida ha de evaporarse, calmarse y no dejar otra cosa en la naturaleza que el agua, encerrando por consiguiente el agua la esperanza del mundo futuro. De esta manera el fuego será el fin de este mundo de que el agua es principio. ¿Puede admirarte que broten incesantemente ríos de un elemento que ha dado origen a todo y del que todo ha salido? Cuando fueron separados unos de otros los elementos, el agua quedó reducida a la cuarta parte del universo y colocada de manera que bastase para el mantenimiento de los ríos, arroyos y fuentes. Pero he aquí una idea absurda del mismo Thales. Dice que la tierra está sostenida por el agua, en la que navega como una nave, y que a la movilidad de tal punto de apoyo se deben las fluctuaciones llamadas terremotos. No es, pues, extraño que haya agua para alimentar los ríos, si el mundo entero está en el agua. Esta ruda y antigua opinión es digna de risa. No es posible que admitas que el agua penetra en el globo por los intersticios y que la sentina está entreabierta.

XIV. Los Egipcios admiten cuatro elementos, que en seguida reducen a dos: masculino y femenino. El aire masculino es el viento; el femenino es el nebuloso e inerte. El agua del mar es masculina, y todas las otras femeninas. Fuego masculino es el que arde y brilla; la parte luminosa inofensiva al tacto es femenina. La parte resistente de la tierra, como las rocas y las piedras, son masculinas; dando el nombre de femenina a la que se presta al cultivo.

XV. No hay más que un mar, y existe desde el principio, teniendo venas que dan lugar a sus corrientes y flujos. El agua dulce tiene, como el mar, inmensos canales subterráneos que no agotará ningún río. No conocemos la razón de sus fuerzas, pero no arroja al exterior más que su parte superflua. Podemos admitir algunas afirmaciones de estas, pero las amplío de esta manera. Paréceme que la naturaleza ha organizado el globo como el cuerpo humano, que tiene venas y arterias para contener unas sangre y otras aire; así también la tierra tiene canales diferentes para el aire y para el agua que circulan por ella, siendo tan grande la semejanza entre la tierra y nuestro cuerpo, que los antiguos usaron las palabras venas de agua. Pero así como la sangre no es el único líquido que hay en nosotros, sino que se encuentran otros humores muy diferentes, esenciales a la vida unos, otros viciados, otros más densos, como en el cráneo el cerebro, en los huesos la médula, y además las mucosidades, la saliva, las lágrimas y ese licor lubrificante que da rapidez y facilidad al movimiento de las articulaciones; así también la tierra encierra mucha variedad de, humores, de los que algunos se endurecen con el tiempo. De aquí todo lo que es tierra metálica, de la que la avidez extrae el oro y la plata; de aquí todos los líquidos que se convierten en piedra. En algunos parajes la tierra se disuelve en el agua, trocándose en betún u otras sustancias análogas. Así se forman las aguas según las leyes y el orden naturales. Por lo demás, estos humores, como los de nuestro cuerpo, están sujetos a viciarse: un choque, una sacudida cualquiera, el empobrecimiento del suelo, el frío, el calor, alteran su naturaleza, o el azufre, mezclándose a ellos, los congelará más o menos pronto. En el cuerpo humano, una vez abierta la vena, corre la sangre hasta que se agota o se cierra la incisión, o la sangre se detiene por otra causa cualquiera. De la misma manera, una vez rasgadas y abiertas las venas de la tierra, brotan arroyos o ríos, según la magnitud de la abertura y los medios de derrame. En tanto sobreviene un obstáculo que agota la fuente; en tanto la abertura se cicatriza, por decirlo así, y queda cerrada la salida; unas veces la tierra, que ya hemos dicho es mudable, cesa de suministrar materias propias para la licuación; otras veces también las pérdidas se reparan o por fuerzas naturales o por socorros venidos de otras partes; porque frecuentemente un sitio vacío, colocado junto a otro lleno, atrae el líquido; y con frecuencia la tierra, propensa a cambiar de estado, se funde y convierte en agua. En el interior de la tierra ocurre lo mismo que en las nubes; el aire se condensa, y desde este momento, pesando demasiado para no cambiar de naturaleza, se convierte en agua. Muchas veces también se reúnen las gotitas desparramadas de un fluido sutil como el rocío, y se aglomeran en depósito común. Los fontaneros llaman sudor a las gotitas que hace brotar la presión del terreno, o que hace traspirar el calor. Pero estas débiles expansiones apenas bastan para formar una fuente. Necesítanse causas poderosas y vastos depósitos para formar un río, que brota tranquilo si el agua marcha arrastrada por su propio peso; con ímpetu y ruidosamente si la impulsa el aire que se encuentra mezclado con ella.

XVI. Pero ¿de qué depende que algunas fuentes están llenas seis horas y vacías otras seis? Superfluo sería enumerar todos los ríos que aumentan durante algunos meses y el resto del tiempo llevan muy poca agua, o buscar las causas de cada hecho, cuando puede aplicarse la misma a todos. Así como la fiebre cuartana tiene sus horas marcadas, la gota sus épocas fijas, los menstruos, si nada les detiene, su regreso periódico, y el niño nace en el mes en que se espera; así también las aguas tienen sus intervalos para desaparecer o presentarse. A las veces estos intervalos son más cortos, y por lo mismo más sensibles; en otras son más largos, pero siempre regulares. ¿Y cómo admirarse de esto cuando se contempla el orden del universo y la marcha invariable de la naturaleza? Nunca se equivoca de época el invierno; el estío derrama sus calores en el tiempo prescrito; el otoño y la primavera los reemplazan a los dos oportunamente; y el solsticio y el equinoccio vuelven en día fijo. La naturaleza rige el mundo subterráneo por medio de leyes que conocemos menos, pero igualmente constantes. Hemos de admitir para el interior del globo lo mismo que vemos en la superficie. También existen allí vastas cavernas, abismos inmensos y anchos valles abiertos entre montañas suspendidas. Allí existen simas sin fondo, en las que frecuentemente desaparecen ciudades enteras y en las que quedan sepultadas ruinas enormes. Estas cavidades están llenas de aire porque no existe el vacío, y ocupan estanques su tenebrosa extensión. También nacen en ellas animales, pero informes y pesados por razón del aire denso y oscuro en que son concebidos y de las aguas estancadas en que viven; la mayor parte de estos animales son ciegos, como los topos y ratones subterráneos, que no tienen ojos, porque les serían inútiles. En fin, Theofrasto asegura que en algunos países se sacan de la tierra peces.

XVII. Muchas objeciones te sugerirá la inverosimilitud de este hecho que por urbanidad calificarás de fábula: imposible es creer que se pesque sin redes ni anzuelos, sino con el azadón. -Espero, dirás, que se vaya de caza al mar. -Mas ¿por qué no han de pasar los peces a nuestro elemento? ¿No pasamos nosotros al suyo? Esto no sería otra cosa que un cambio. ¡Te admiras de ello! ¿pues no es mucho más increíble lo que hace el lujo cuando imita o sobrepuja a la naturaleza? Nadan peces en la sala del festín y se les coge debajo de la misma mesa para servirles un momento después. El barbo no es bastante fresco si no muere en la mano del convidado. Preséntase en vasijas de barro, se observa su color en la agonía, porque por numerosos matices le hace pasar esa lucha de la vida que se extingue; otras veces se les hace morir en el garum y hasta se les condimenta vivos. ¡Después de esto, que se trate de fábula la existencia de peces subterráneos que se exhuman y no se pescan! ¿No es más inverosímil que los peces naden en la salsa, que se maten en medio de la comida aquellos mismos que no se quieren servir, que se deleiten largo espacio los ojos contemplándoles morir y se alimente antes la vista que el paladar?

XVIII. Permite que abandone por un momento el asunto que trato para censurar la sensualidad. Nada tan bello, dicen, como un barbo muriendo. En esta lucha en que exhala la vida tíñese de color rojo intenso que palidece poco después: ¡que serie de matices y cuántas veces cambia de color entre la vida y la muerte! Largo y letárgico ha sido el sueño de la sensualidad. ¡Qué tarde despertó y qué tarde ha echado de ver las restricciones que le privaban de tantas delicias! Este espectáculo, tan grande y maravilloso, solamente había servido hasta ahora para el placer de los pescadores. ¿Para qué quiero el pez cocido? ¿para qué le quiero muerto? que muera en la misma salsa. Admirábamos en otro tiempo que hubiese personas bastante delicadas que no tocasen a un pez sino era del mismo día y, como se suele decir, que todavía oliese a mar. Así es que los traían apresuradamente, y a los portadores de la pesca, que corrían sin aliento lanzando gritos, se les franqueaba el camino separándose todos los viajeros. ¿Pero hasta dónde se ha llevado el refinamiento? El pez de hoy, si ha muerto, es ya inútil para ellos. Se le ha pescado hoy mismo: no puedo fiar de ti en asunto tan grave. No puedo creer más que a mis propios ojos; que lo traigan aquí, que muera a mi vista. El paladar de nuestros gastrónomos ha llegado a tal punto de delicadeza, que no pueden gustar los pescados si no los ha visto nadar y palpitar en la misma comida. Todos los nuevos recursos que adquiere un lujo que pronto agotará sus invenciones, se prodigan en combinaciones más sutiles cada día, en elegancias extravagantes, despreciando lo común. Ayer se nos decía: «Nada tan sabroso como un barbo de roca»; hoy se nos dice: «Nada tan bello como un barbo moribundo. Dame el vaso de cristal para que le vea estremecerse y palpitar». Después de prolongado y pomposo elogio, se le saca de aquel trasparente vivero, y entonces algún inteligente conocedor señala las observaciones. Mira cómo se cubre de brillante púrpura, más viva que el mejor carmín; contempla esas venas que corren a lo largo de sus costados; observa ese vientre que parece ensangrentado y ese azulado reflejo que brilló como un relámpago: ya se pone rígido y palidece; todos sus colores se confunden en uno. Ningún espectador de esos asiste a la agonía de un amigo; ninguno tiene valor para presenciar la muerte de un padre, esa muerte que ha deseado. ¡Cuán pocos acompañan hasta la pira al cadáver del pariente! ¡Abandónase al hermano, al deudo en la última hora, y acuden en tropel a presenciar la muerte de un barbo! ¿Existe en verdad algo más bello? No puedo menos de emplear algunas palabras que tal vez parezcan temerarias: no bastan ya para la orgía los dientes, el vientre y la boca; necesítase también saciar los ojos.

XIX. Pero volviendo a nuestro objeto, he aquí una prueba de que los subterráneos nos ocultan grandes cantidades de aguas fértiles en peces inmundos. Si esta agua brota de la tierra, trae consigo prodigiosa multitud de animales repugnantes a la vista como al paladar, y funestos para quien los come. Es cosa cierta que en la Caria, cerca de la ciudad de Hydisso, viose surgir de pronto enorme cantidad de agua subterránea, y que todos cuantos comieron de los peces de aquel nuevo río que corría a la luz del sol y desconocido hasta entonces para ellos, murieron. Y no es de extrañar. Aquellos peces eran masas de carne pesada y tumificada por largo reposo, privada además de ejercicio y engrasada en las tinieblas, puesto que aquellos animales habían carecido de luz, origen de toda salubridad. Demuestra que los peces pueden nacer debajo de tierra y a grande profundidad, el hecho de que nacen anguilas en los agujeros que se abren en el barro, y que la misma falta de ejercicio las hace tanto más difíciles de digerir, cuanto más profundos son los agujeros en que se ocultan. La tierra encierra, pues, venas de agua cuya reunión puede formar ríos, y ríos inmensos, de los que unos continúan su invisible carrera hasta el abismo que los absorbe, y los demás desaguan en algún lago. ¿Quién ignora que existen lagos sin fondo? ¿Qué deduciré de esto? Que es indudable tienen manantiales permanentes las corrientes más abundantes, siendo tan incalculables sus límites como la duración de los ríos y las fuentes.

XX. Más ¿por qué no tienen igual sabor todas las aguas? Esto depende de cuatro causas. En primer lugar, del suelo que atraviesan; en segundo lugar, de la conversión de ese mismo suelo en agua; después, del aire, que habrá experimentado igual transformación, y últimamente de la alteración que con frecuencia producen cuerpos extraños. Estas son las causas que dan a las aguas sabores diferentes, virtudes medicinales, fuerte olor, emanaciones mortales, ligereza o pesadez, calor o frío glacial. Modifícanse según pasan por suelo cargado de azufre, de nitro o de betún. El agua viciada de este modo puede ocasionar la muerte si se bebe. De aquí que diga Ovidio:
Flumen habent Cicones, quod potum saxea reddit
Viscera, quod tactis inducit marmora rebus

Este río contiene una sustancia y un limo de tal naturaleza que condensa y endurece los cuerpos. La arena puzzolana se convierte en piedra al contacto del agua, y por efecto contrario, el agua de este río, al tocar un cuerpo sólido, se adhiere y fija en él. De esto procede que cuantos objetos se sumergen en este lago se sacan convertidos. en piedra. Así ocurre también en algunos puntos de Italia, en los que una rama u hoja sumergida en el agua se cambia, al cabo de algunos días, en piedra formada por el limo que se deposita alrededor adhiriéndose insensiblemente a ella. Menos extraño te parecerá esto si reflexionas que el Albula y casi todas las aguas sulfurosas revisten de una capa sólida sus canales y orillas. Igual propiedad tienen los lagos cuyas aguas, según dice el mismo poeta,
Aut furit, aut patitur mirum gravitate soporem

Estas obran como el vino, pero con mayor fuerza. De la misma manera que la embriaguez, mientras no se disipa, es una demencia o extraordinario peso que lleva. al sopor, así también estas aguas sulfurosas, impregnadas de un aire viciado y letal, exaltan al hombre hasta el delirio o le aletargan. Las aguas del Lyncesto tienen esta dañosa influencia:

Quem quicumque parum moderato gutture traxit,
Haut aliter titubat, quam si mera vina bibisset

XXI. Abismos existen que es imposible mirar sin morir, siendo tan letales los miasmas que exhalan que matan las aves que pasan volando. Así es el aire, así son los parajes de donde escapan esas aguas que producen la muerte. Si no fuese tan enérgica la pestilencia del aire y del suelo, su malignidad es menor, limitándose a atacar los nervios y a producir el entorpecimiento de la embriaguez. No me admira que el suelo y el aire corrompan el agua y la comuniquen algo de los parajes de donde viene y por los que corre. En la leche se encuentra el sabor de los pastos; y el vino, convertido en vinagre, conserva aún su fuerza; no existiendo ninguna sustancia que no conserve algún rastro de aquello que la produjo.

XXII. Otro género de aguas hay que consideramos tan antiguas como el mundo. Si éste es eterno, existieron siempre; si tuvo principio, existen desde su creación. ¿Preguntas cuáles son? El Océano y los mares mediterráneos que nacen de él. Creen algunos que aquellos ríos cuya naturaleza no puede explicarse, datan también del origen del mundo; tales son el Ister, el Nilo, inmensas corrientes demasiado grandes para que pueda asignárseles el mismo origen que a las otras.

XXIII. Esta es la división de las aguas que algunos establecen. Además de éstas, llaman celestes a las que derraman las nubes; y de las terrestres distinguen las que llamaré supernatantes, que corren sobre la tierra, y las ocultas de que ya hemos hablado.

XXIV. A muchas causas se atribuye la existencia de aguas calientes, de las que algunas lo son tanto que no pueden usarse como no se las deje evaporar al aire libre o se las mezcle cierta cantidad de agua fría. Según Empedocles, el fuego que se oculta en muchos puntos de la tierra calienta el agua que atraviesa las capas que lo cubren. Diariamente se construyen serpentines, cilindros y vasos de varias formas, en cuyo interior se disponen delgados tubos de cobre que describen muchas vueltas en declive; por este medio, replegándose repetidas veces el agua sobre el mismo fuego, recorre bastante espacio para calentarse al pasar. Entra fría y sale hirviendo. Empedocles cree que lo mismo sucede debajo de tierra, y no dejarán de creerle los que saben calentar sus baños sin fuego. En un paraje donde el calor es ya intenso, se introduce aire calentado que, circulando por canales, obra como el fuego mismo sobre las paredes y vasos del baño. Toda el agua, de fría que era, se torna en caliente, y la evaporación no la quita su sabor propio porque corre encerrada. Opinan otros que el agua, entrando o saliendo en canales llenos de azufre, toman calor de la materia misma por la que corre, lo cual atestiguan el color y sabor de estas aguas, que adquieren las cualidades de la sustancia que las calienta. No debe admirarte que suceda así, porque el agua que se arroja sobre cal viva hierve en el acto.

XXV. Existen aguas mortíferas que no son notables por el olor ni el sabor. Cerca de Nonacrin, en Arcadia, un manantial, que los habitantes llaman Styx, engaña a los viajeros porque no tiene aspecto ni sabor sospechosos; así como las composiciones de los envenenadores hábiles solamente se revelan por el homicidio. Este agua da la muerte en el acto, y no hay remedio posible, porque se coagula en cuanto se bebe; cuájase como yeso mojado y pega las vísceras. Existe, también agua mortífera en Thesalia, cerca de Tempe, agua de que huyen los animales y toda especie de ganado: este agua pasa por hierro y bronce, y tanta fuerza posee que ablanda los cuerpos más duros: no alimenta ningún árbol, y mata las hierbas. Algunos ríos tienen propiedades maravillosas: los hay que cambian el color de la lana a las ovejas que beben en ellos; los vellones negros se truecan a poco en blancos y los blancos resultan negros. Dos ríos hay en Beocia que producen estos efectos, llamándose por este motivo, uno de ellos negro, saliendo los dos del mismo lago con tan opuestas propiedades. Según Theofrasto, también existe en Macedonia un río al que llevan las ovejas cuya lana quieren que sea blanca, y cuando han bebido durante algún tiempo de este agua, cambian de color como si acabasen de salir del tinte. Si desean lana negra, preparado tienen un tintorero gratuito: llevan el rebaño a las orillas del Peneo. Tengo obras de autores modernos que dicen hay un río en Galacia que produce este efecto en todos los cuadrúpedos; que otro en Capadocia, solamente tiene acción en los caballos, cuya piel cubre de manchas blancas. Sabido es que existen lagos cuyas aguas sostienen a los que no saben nadar. Veíase en Sicilia, y vese hoy en Siria un lago en el que flotan los ladrillos y en el que no pueden sumergirse los cuerpos pesados. La razón de esto es obvia. Pesa un cuerpo cualquiera y compara su peso con el del agua, con tal de que los volúmenes sean iguales; si el agua pesa más, sostendrá al cuerpo más ligero que ella, y le elevará tanto dentro de ella cuanto corresponda a su ligereza; si el cuerpo es más pesado, bajará. Si el agua y el cuerpo comparados tienen igual peso, ni descenderá ni subirá, quedando a nivel del agua, flotando sin duda, pero casi sumergido y sin elevarse de la superficie. Por esta causa vense flotar los maderos unos casi completamente fuera del agua, otros semisumergidos y algunos a nivel con ella. Porque cuando el cuerpo y el agua tienen igual peso, ninguno de ellos cede al otro; si el cuerpo es más pesado, se sumerge; si es más ligero, flota. La mayor o menor pesantez no se aprecia por estimación nuestra, sino por comparación con la del líquido que ha de sostenerlo. Así, pues, cuando el agua es más pesada que el cuerpo de un hombre o una piedra, impide la inmersión del cuerpo que no puede vencerla. Así sucede que en algunos lagos, ni las piedras pueden llegar al fondo. Hablo de piedras duras y compactas, porque existen muchas porosas y ligeras que en Lydia forman islas flotantes. Así lo dice Theofrasto. Una isla de este género he visto en Cutilias; otra existe en el lago Vadimón, y otra en el Statón. La isla de Cutilias está plantada de árboles y produce hierbas, y sin embargo la sostiene el agua; llevándola de un lado a otro, no solamente el viento, sino que también la brisa más leve, sin quedar parada de día ni de noche: tal es su movilidad al soplo más ligero. Dos causas concurren a esto: la densidad de un agua cargada de materias extrañas, y la naturaleza de un suelo que fácilmente cambia de lugar, no formándolo sustancia compacta, a pesar de que alimenta árboles. Tal vez no es otra cosa esta isla que un conjunto de troncos ligeros y hojas diseminadas por el lago, reunidos por algún humor viscoso. Hasta las piedras que en ella se encuentran son porosas y fistulosas, como esos depósitos que el agua forma endureciéndose, especialmente en las orillas de los manantiales medicinales, donde la espuma reúne y consolida las impurezas del líquido. Aglomeración de esta naturaleza, en la que existe aire y vacíos, necesariamente ha de ser ligera. Hechos hay cuyas causas no podemos explicar: ¿por qué hace el agua del Nilo tan fecundas a las mujeres, que hasta aquellas a quienes prolongada esterilidad obstruyó pueden concebir? ¿Por qué algunas aguas en Licia tienen la virtud de sostener el feto, por lo que las visitan las mujeres propensas al aborto? Por mi parte, considero temerarias estas ideas del vulgo. Hase creído que algunas aguas producían la sarna, la lepra, cubrían de manchas el cuerpo de quien las bebía o se lavaba con ellas, vicio que se atribuye al agua recogida del rocío. ¿Quién no cree que las aguas más pesadas son las que forman el cristal? Pues sucede todo lo contrario; fórmanlo las más ligeras, que por su misma ligereza se hielan con más facilidad. Cómo se forma esta piedra lo indica el nombre que la dan los Griegos: la palabra designa la piedra diáfana y el hielo de que se forma, según se cree. No conteniendo casi nada de partículas terrestres el agua del cielo, cuando se endurece se condensa más y más por la continuidad del frío, hasta que, completamente purgada de aire, se comprime por completo sobre sí misma, y lo que fue líquido se hace piedra.

XXVI. Algunos ríos crecen en verano, como el Nilo, cuyos fenómenos explicaremos en otro lugar. Según Theofrasto, en el Ponto hay ríos que crecen en esta época, haciéndose depender esto de cuatro causas: o porque la tierra está más dispuesta entonces para convertirse en agua; o porque caen en los manantiales abundantes lluvias, que por conductos subterráneos e invisibles van a alimentar los ríos; o porque su desembocadura se encuentra más combatida por los vientos, que hacen refluir el agua y detienen la corriente, pareciendo que aumenta porque no se derrama. La cuarta razón es que los astros hacen sentir en algunos meses con más fuerza su acción absorbente a los ríos, mientras que en otras épocas, encontrándose más distantes, atraen y consumen menos agua; así es que la que antes se perdía, produce una manera de crecida. Vense algunos ríos que caen en un abismo y desaparecen a la vista; otros disminuyen poco a poco, se pierden, y a cierta distancia reaparecen y recobran su nombre y su curso. La causa de esto es obvia: encuentran cavidades subterráneas, y el agua se dirige naturalmente hacia los sitios más bajos y a donde la atraen los huecos. Recibidos en estos parajes, continúan su carrera invisible; pero en cuanto un cuerpo sólido les obstruye el paso, lo rompen en el punto más débil y recobran de nuevo su antiguo curso.

Sic ubi terreno Lycus est opotus hiatu
Existit procul hinc, aliosque renascitur ore;
Sic modo combibitur, tacito modo gurgite lapsus
Redditur Argolicis ingens Erasinus in indis

Lo mismo acontece con el Tigris en Oriente; absórbele la tierra y desaparece por largo espacio, mostrándose de nuevo a tan considerable distancia que se duda sea el mismo río. Algunos manantiales arrojan en determinadas épocas las impurezas que contienen: como el Arethusa en Sicilia, cada cinco años, en la época de los juegos olímpicos. De aquí la opinión de que el Alfeo penetra y corre por debajo del mar de Acaya hasta Sicilia, y no sale a tierra hasta las playas de Siracusa; y que por esta razón, durante los juegos olímpicos, lleva el estiércol de las víctimas que se han arrojado a su corriente. Tú, caro Lucilio, has hablado de esto en un poema, y también Virgilio, que dice a Arethusa:

Sic tibi, cum fluctus subterlabere Sicanos,
Doris amara suam non intermisceat undam

Existe una fuente en el Quersoneso de Rodas que, después de conservarse límpida mucho tiempo, se enturbia y hace subir desde el fondo a la superficie gran cantidad de impurezas, de las que no cesa de desprenderse hasta que vuelve a quedar trasparente. Otros manantiales se purgan por el mismo medio, no solamente del barro, sino que, también de las hojas, guijarros y cualquiera materia putrefacta que se encuentre en ellos: el mar hace otro tanto en todas partes, porque es propio de su naturaleza arrojar a las orillas todo lo inmundo y corrompido. En algunas playas este trabajo se realiza en tiempo determinado, como en los alrededores de Mesina y Mylas, donde agita y arroja una especie de estiércol fétido, por lo que la fábula ha colocado allí el establo de los caballos del Sol. Difícil es explicar la causa de estos hechos, especialmente cuando los períodos están mal observados y son inciertos; así es que no puede darse razón directa y especial; pero en general puede decirse que toda agua estancada e inmóvil se purga naturalmente. En las aguas corrientes no pueden detenerse las impurezas, arrojándolas y llevándolas a lo lejos el movimiento. Las que no se purgan de esta manera tienen flujo más o menos violento. El mar eleva desde el fondo cadáveres, vegetales y objetos semejantes a restos de naufragio, y esta limpieza se verifica, no solamente cuando la tempestad agita las olas, sino que también en medio de plácida calma.

XXVII. Pero aquí me siento invitado a investigar cómo quedará sepultada debajo de las aguas la mayor parte de la tierra, cuando llegue el día fatal del diluvio. ¿Acaso el Océano con toda su mole y el mar exterior se alzarán contra nosotros, caerán interminables torrentes de lluvia, o, sin dar tregua al verano, un invierno pertinaz rompiendo las nubes abrirá paso a la masa inmensa de las aguas del cielo? ¿Acaso brotarán más caudalosos los ríos del seno de la tierra, que abrirá manantiales desconocidos, o más bien en vez de una causa sola de tan terrible suceso, no concurrirá todo a la vez, la caída de las lluvias, el desbordamiento de los ríos y los mares arrancados de su asiento, reuniéndose todas las aguas para el exterminio del género humano? Así sucederá. Nada es difícil para la naturaleza, sobre todo cuando se apresura a destruirse por sí misma. Para crear usa con parsimonia de sus fuerzas, empleándolas con insensible aumento; mas para destruir su obra, desplega repentinamente todo su poder. ¡Cuánto tiempo es necesario para que el niño, una vez concebido, se conserve hasta el nacimiento, y cuánto trabajo para dirigir la tierna edad! ¡cuántos cuidados para alimentarle, para guiar su débil cuerpo hasta la adolescencia! ¡y qué poco basta para destruirlo! Una edad es necesaria para edificar una ciudad: una hora para devastarla. En un momento queda reducido a cenizas un bosque secular. Inmenso cuidado sostiene y preserva todas las cosas que pueden destruirse y caer de un solo golpe. Si la naturaleza rompe alguno de sus resortes, esto basta para que todo perezca. Así, pues, cuando llegue esta necesidad de los tiempos, el destino hará surgir muchas causas, no ocurriendo tan grande revolución sin trastorno general del mundo, según opinan muchos, entre los que se encuentra Fabiano. En primer lugar, caen lluvias excesivas; desaparece el sol, quedando oscurecido y lleno de nubes el cielo; nieblas permanentes, saliendo de húmedas y densas tinieblas que, ni el viento más ligero llega a disipar. De aquí la corrupción de la semilla en la tierra, y sin jugo las mieses dan espigas estériles. Desnaturalízase cuanto se siembra, y en los campos crece la hierba de los pantanos, propagándose en seguida el mal a vegetales más robustos. Desarraigado el árbol, arrastra a la vid en su caída; ningún arbusto se mantiene en un suelo blando y fluido, pereciendo los céspedes y pastos por exceso de agua. Propágase el hambre y se extiende la mano hacia los alimentos de nuestros primeros padres; sacúdense el roble, la encina y los árboles cuyas raíces implantadas en la masa pétrea de las montañas han resistido a la inundación. Derrúmbanse las casas, corroídas por las aguas que han penetrado hasta sus entreabiertos cimientos y que hacen de la tierra un pantano: en vano se intenta apuntalar los edificios, que caen deslizándose el puntal sobre el terreno en que apoya, sin quedar nada firme en el barro. Entre tanto las nubes se amontonan sobre las nubes; las nieves, aglomeradas por los siglos, se tornan en torrentes, y precipitándose desde lo alto de las montañas, arrancan las selvas descuajadas ya, y hacen rodar peñascos que han perdido la trabazón. La inundación arrebata rebaños y cabañas, y de la humilde choza que destruye a su paso, se lanza con violencia al ataque de masas más resistentes. Arrastra ciudades, y sus habitantes, prisioneros dentro de sus muros, quedan sin saber si les amenaza más la muerte bajo las ruinas, o la muerte bajo las aguas, cayendo sobre ellos a la vez lo que aplasta y lo que ahoga. Aumentada la inundación con los torrentes inmediatos que recibe, extiéndese, devastando las llanuras, hasta que al fin, cargada con los inmensos despojos de las naciones, triunfa y domina a lo lejos. A su vez, los ríos que la naturaleza hizo caudalosos, aumentados considerablemente con las lluvias, rebasan sus orillas. ¿Qué serán el Ródano, el Rhin, el Danubio, que sin abandonar su lecho son ya torrentes, cuando desbordados rasguen el terreno para formarse nuevas riberas fuera de su cauce? ¿Cuál será la impetuosidad del Rhin cuando derramado por los campos, más ancho y no menos rápido, aglomere sus aguas como por estrecho canal? ¿Cuál la fuerza del Danubio cuando no combata los fundamentos o laderas de las montañas, sino su cima, arrastrando inmensos peñascos, rocas arrancadas y vastos promontorios que levantados de su base se apartan vacilando del continente, y que no encontrando al fin salida, porque todas se las ha cerrado él mismo, se repliega circularmente y sepulta en la misma sima inmensa extensión de tierras y ciudades? Pero las lluvias continúan, las nubes se condensan, y unas con otras se hacen más fuertes las causas de destrucción. Lo que antes era niebla, es noche ahora, noche de horror y espanto, interrumpida por siniestros resplandores, porque no cesa de estallar el rayo; las tempestades desordenan el mar, que por primera vez aumentado por los ríos que penetran en él, estrecho ya en sus límites, tiende a ensanchar sus orillas; no conteniéndole ya las playas, sino los torrentes que le presentan obstáculo y hacen refluir sus olas: ellos en seguida refluyen también como detenidos en desembocadura demasiado estrecha, y convierten la llanura en inmenso lago. Cuanto la vista puede alcanzar, está invadido por las aguas. Todas las alturas están profundamente sumergidas, y solamente puede ponerse el pie en la cumbre de las montañas más altas. Allí se han refugiado los hombres con sus hijos, sus mujeres y rebaños que llevan delante: ya no hay comunicación entro estos desgraciados, porque todo lo que se encontraba por debajo de ellos lo ha cubierto el agua. En los puntos más elevados se refugian las reliquias del género humano, cuya única felicidad consiste en haber pasado del miedo al estupor; la sorpresa no deja lugar a la angustia; ni siquiera es posible el dolor, que pierde su fuerza cuando se sufre más de lo que se puede sentir. Surgen a manera de islas las cimas de las montañas, formando nuevas Cícladas, como dice el ingeniosísimo poeta, que añade con magnificencia digna del cuadro:

Omnia pontus erant; deerant quoque litora ponti

aunque el poderoso impulso de su ingenio y la grandeza del asunto le llevasen a pueriles nimiedades:

Nat lupus inter oves, fulvos vehit unda leone

No es de talentos sobrios hacer gala de ingenio sobre un orbe que desaparece. Grande era y describía bien esta escena de universal confusión, al decir:

Expatiata ruunt per apertos flumina campos...
.....Pressæque labant sub gurgite turres

Magnífico era esto si no se hubiese cuidado de lo que hacían los lobos y las ovejas. ¿Puede nadarse en un diluvio que todo lo arrastra a la vez? ¿La misma impetuosidad que arrastra a los animales no les sumerge? Concebiste como debías la imagen imponente de este globo sepultado bajo las aguas y el mismo cielo cayendo sobre la tierra: mantente a esa altura, y sabrás lo que debes decir, si piensas que es el orbe terráqueo el que nada. Ahora volvamos al asunto.

XXVIII. Opinan algunos que las excesivas lluvias pueden devastar el globo, pero no sumergirlo: que se necesitan golpes muy grandes contra tan enorme masa: que la lluvia puede agitar las mieses, el granizo derribar el fruto, y los arroyos aumentar los ríos, pero que muy pronto vuelven a su cauce. Otros aseguran que el mar se moverá, y esta será la causa de tan grande catástrofe; porque no hay torrentes, ni lluvias, ni ríos desbordados capaces de producir tan inmenso naufragio. Cuando llega la hora de la destrucción y se ordena la renovación del género humano, caen sin interrupción las aguas del cielo, formando torrentes que nada detiene; concedo esto; han cesado los aquilones y todos los vientos que secan; los austros multiplican las nubes, las lluvias y los ríos:

.....Sed adhue in damno profectum est.
Sternuntur segetes, et deplorata coloni
Vota jacent. longique perit labor irritus anni

Pero no se trata de dañar a la tierra sino de sumergirla, y al fin, después de este comienzo, crecen los mares a extraordinaria altura, levantando sus olas a nivel mucho más elevado que el que alcanza en las tempestades más furiosas. En seguida las empujan los vientos, llevando inmensas capas de agua que van a romperse lejos de las antiguas playas. Cuando el mar ha llevado más lejos sus riberas, fijándose en suelo extraño, presentando más inmediata la devastación, violenta corriente se alza de su fondo. El agua es tan abundante como el aire y el éter, y más abundante aún en las impenetrables profundidades. Cuando la pone en movimiento, no el flujo, sino el destino del que el flujo solamente es instrumento, se alza, se extiende más y más y todo lo arrolla, alcanzando en su prodigiosa elevación lo que el hombre consideraba como inaccesibles abrigos. Esto es fácil para el agua, cuya altura sería la de la tierra si se tuviesen en cuenta los puntos donde ella es lo más elevado. El nivel de los mares es igual, como también lo es el general de las tierras. Los parajes huecos y llanos son los más bajos en todas partes; y esto es lo que regulariza la redondez del globo, del que forman parte los mismos mares, contribuyendo a su inclinación. Pero así como en los campos las pendientes suaves escapan a la vista, así también escapan a nuestra apreciación las curvaturas del mar, apareciendo plana toda la superficie visible, aunque tiene el mismo nivel que la tierra. Por esta razón no necesita grande alzamiento para desbordar, y le basta para cubrir una altura igual a la suya elevarse un poco, empezando el flujo no en las orillas sino en el centro, donde el agua se encuentra amontonada. Y así como la marea del equinoccio, durante la conjunción del Sol y de la Luna, es más intensa que todas las otras, de la misma manera la enviada para invadir la tierra será más poderosa que las marcas ordinarias más grandes, trayendo mayores masas de agua, y no retrocederá hasta después de rebasar la cumbre de los montes que debe cubrir. En algunos puntos la marea avanza cien millas sin causar daño y con marcha regular, porque crece y decrece con medida. En el día del diluvio, destruidas las leyes, ningún freno moderará su impulso. -¿Por qué razón, dices? -Por la misma que en la futura conflagración. El diluvio de agua o fuego tiene lugar cuando place a Dios crear un mundo mejor y terminar lo antiguo. El agua y el fuego someten la tierra a sus leyes, estando en ellas la vida y la muerte. Así, pues, cuando esté decretada la renovación de todas las cosas, el mar o las llamas devoradoras serán desencadenadas sobre nosotros, según el género de destrucción que se determine.

XXIX. Otros creen que, además de esto, las conmociones del globo entreabrirán el suelo, brotando nuevos manantiales que producirán ríos tales como deben surgir de depósitos intactos aún. Baroso, que interpretó a Belo, atribuye estas revoluciones a los astros y de un modo tan terminante, que designa la época de la conflagración y del diluvio. «El globo, dice, se incendiará cuando todos los astros que ahora tienen tan diferente curso, se reúnan en Cáncer, colocándose de tal manera unos sobre otros, que una línea recta podría atravesar todos los centros. El diluvio tendrá lugar cuando igual reunión se verifique en Capricornio. El primero de estos signos rige el solsticio de invierno; el otro, el de verano. La influencia de los dos es grande, puesto que determinan los dos cambios principales del año». Admito también esta doble causa, porque más de una ha de concurrir a tan extraordinario suceso; pero creo debo añadir la que los de nuestra escuela hacen intervenir en la conflagración del mundo. Que el universo sea alma o cuerpo gobernado por la naturaleza, como los árboles y las plantas, todo cuanto ha de hacer o sufrir, desde su principio hasta su fin, entra de antemano en su constitución, como en el germen está contenido todo el futuro desarrollo del hombre. El principio de la barba y de las canas se encuentra en el niño que no ha nacido aún, existiendo en pequeño e invisible el bosquejo de todo el hombre y de las edades sucesivas. Así también, en el origen del mundo, además del sol, de la luna, de las revoluciones de los astros y reproducción de los animales, estaba dispuesto el principio de todos los cambios terrestres, como también de este diluvio, que lo mismo que el invierno y el verano, lo exige la ley del universo. Tendrá, pues, lugar, no por las lluvias solamente, sino por las lluvias también; no por la irrupción del mar, sino por la irrupción también del mar; no por la conmoción del globo, sino que también por esta conmoción. Todo ayudará a la naturaleza para que el decreto de la naturaleza se realice. Pero la causa más poderosa de la inmersión la suministrará la misma tierra, que ya hemos dicho es mudable y se convierte en agua. Así, pues, cuando llegue el día supremo de la humanidad, en el que las partes del gran conjunto deban disolverse y destruirse por completo para renacer completas, nuevas y de tal manera purificadas que no exista ya ninguna influencia corruptora, se formará más agua de la que se haya visto hasta entonces. Hoy están repartidos los elementos en justa proporción, y es necesario que sa altere esta proporción para que desaparezca el equilibrio del mundo. El agua aumentará con exceso; ahora solamente puede rodear la tierra y no sumergirla. El crecimiento deberá impulsarla por tanto a la invasión; y la tierra habrá de ceder a un elemento más poderoso que ella. Empezará por ablandarse; en seguida se empapará, se desleirá y no cesará de correr en forma de líquido. Entonces, socavadas las montañas, surgirán ríos que escaparán en seguida sordamente por mil grietas. Por todas partes devolverá el suelo el agua que recibe; en la cumbre de las montañas brotarán manantiales; y de la misma manera que la corrupción se propaga a las carnes sanas, y las partes inmediatas a una úlcera concluyen por ulcerarse poco a poco, las tierras en disolución lo disolverán todo en torno suyo, saliendo en seguida el agua por hilos y después por arroyos; y de las rocas, por todos lados entreabiertas, se precipitarán torrentes al seno de los mares, que, reuniéndose, formarán uno solo. Ya no habrá Adriático, estrecho de Sicilia, Caribdis ni Scila: el mar nuevo suprimirá todos estos nombres mitológicos, y el Océano, límite y cinturón del mundo hoy, ocupará su centro. ¿Qué más? el invierno invadirá los meses de las otras estaciones; ya no habrá estío, y los astros que desecan la tierra perderán su actividad y calor. Desaparecerán todos esos nombres de mar Rojo, mar Caspio, golfo de Abracia y de Creta, Propóntida y Ponto. Quedarán olvidadas todas las distinciones, y entonces se confundirán las diferentes partes que dispuso la naturaleza. Ni murallas ni torres protegerán ya a nadie; no habrá asilo en los templos ni en las ciudades más elevadas; el agua alcanzará a los fugitivos y los barrerá de las alturas. Vendrá por masas del Occidente, por masas del Oriente, y en un día sepultará al género humano. Todo lo que la fortuna con tanto tiempo y complacencia ha edificado, todo lo que ha hecho superior al resto del mundo, todo lo más bello y famoso, grandes naciones, grandes reinos, será anegado.

XXX. Como ya he dicho, todo es fácil a la naturaleza, y especialmente cuando son cosas que decretó desde el principio, y a las que llega no de repente sino con la necesaria preparación. Desde el primer día del mundo, cuando para formar el orden actual se desprendían todas las cosas del informe conjunto, quedó fijada la época de la sumersión de la tierra; y por temor de que la tarea fuese demasiado difícil para los mares, si era completamente nueva, la ensayan desde muy antiguo. ¿No ves cómo choca la ola con la orilla y parece que quiere invadirla? ¿No ves la marea llegar más allá de sus límites y llevar el mar a la posesión de la tierra? ¿No ves esa incesante lucha de las aguas contra sus barreras? Mas ¿por qué tanto temor a esas ruidosas irrupciones, y a ese mar y a esos impetuosos desbordamientos de los ríos? ¿Dónde colocó la naturaleza el agua de tal manera que no pueda invadirnos por todas partes cuando quiera? ¿No es cierto que cavando la tierra se encuentra agua? Cuantas veces la codicia o cualquiera otra causa nos impulsa a horadar profundamente el suelo, el agua pone fin a la perforación. Añade que en el interior del globo existen lagos inmensos, y más de un mar escondido, y más de un río que corre debajo de nosotros. En todas partes, pues, abundarán los elementos del diluvio, puesto que hay aguas que corren en el seno de la tierra, sin contar aquellas que la rodean, y que, si contenidas largo tiempo, triunfarán al fin, reuniendo los ríos con los ríos y los lagos con los lagos. El mar subterráneo llenará los depósitos de los manantiales, formando en ellos abismos inmensos. De la misma manera que puede extenuarse nuestro cuerpo por medio de continuo flujo, y perderse nuestras fuerzas por excesiva traspiración, se licuará la tierra, y aunque no contribuyese otra causa a ello, en sí misma encontrará en qué sumergirse. Comprendo de esta manera la reunión de todas las grandes masas de agua, y no necesitará mucho tiempo para realizarse la destrucción. Perturbarase y quedará destruida la armonía del mundo en cuanto la naturaleza prescinda de su benéfica vigilancia; y en un momento, de la superficie y del interior de la tierra, de arriba y de abajo surgirán las aguas. Nada tan violento, tan precipitado en su carrera, tan terrible para lo que le resiste como inmensa mole de agua: usando de la libertad que la naturaleza misma le concederá, cubrirá todo lo que ahora separa y rodea. Así como el fuego que estalla en varios puntos, se confunde muy pronto en vasto incendio, tanta prisa tienen por reunirse las llamas; así también en un momento los mares desbordados formarán uno solo. Pero la libertad de las olas no será perpetua, sino que después de realizada la extinción del género humano y de las fieras cuyas costumbres había tomado el hombre, la tierra absorberá de nuevo las aguas; la naturaleza mandará a los mares que queden inmóviles, o que encierren en sus límites sus enfurecidas ondas, y arrojado de nuestros dominios, el Océano será relegado a sus abismos, quedando restablecido el antiguo orden. Realizarase otra creación de todos los animales, y se dará a la tierra otro hombre, ignorante del mal y nacido bajo mejores auspicios. Pero su inocencia no durará más que la infancia del nuevo mundo. La perversidad se sobrepone muy pronto; la virtud se encuentra con dificultad, necesitándose director y guía para dirigirse a ella, mientras que el vicio se aprende sin maestro.

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