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Cuestiones Naturales, Libro Segundo

Libro segundo

I. Todo el estudio del universo se refiere al cielo, a la región sublime y a la tierra. La primera parte considera la naturaleza de los astros, su magnitud, la forma de los fuegos que rodean al mundo; si el cielo es cuerpo sólido, materia firme y compacta o tejido sutil y tenue; si recibe o imprime movimiento; si tiene los astros debajo o adheridos a su propia sustancia; como ordena el sol la vuelta de las estaciones; si retrocede en su carrera, y otras muchas cuestiones semejantes. La segunda trata de lo que ocurre entre el cielo y la tierra: las nubes, las lluvias, las nieves, «los truenos que espantan a los hombres» y cuantas revoluciones experimenta o produce el aire. Llamamos sublime a esta región, porque se encuentra más elevada que el globo. La tercera se ocupa del campo, de las tierras, de los árboles, de las plantas, y, por hablar como los jurisconsultos de todo lo que se adhiere al suelo. ¿Por qué, dirás, colocas la cuestión de los terremotos en la parte en que hablas de los truenos y relámpagos? -Porque siendo causa de los terremotos el viento, que solamente es aire agitado, aunque este aire circule por debajo de tierra, no es en este punto donde se le debe considera, sino que es necesario verle con el pensamiento allí donde la naturaleza lo ha colocado. Diré también, y esto parecerá más extraño, que a propósito del cielo, se deberá hablar también de la tierra. -¿Por qué? dices. -Porque cuando examinamos en su sitio las cuestiones referentes a la tierra; si es un plano ancho, desigual, indefinido, o si tiene forma redonda y refiere todas sus partes a la esfera; si sirve de sujeción a las aguas, o si estas la sujetan a ella; si es un ser vivo, o masa inerte e insensible, llena de aire, pero de aire extraño; cuando se discuten estos puntos y otros semejantes, entran en la historia de la tierra y deben colocarse en la tercera parte. Pero cuando se investiga cuál es la situación de la tierra; en qué punto del universo está fija; como está colocada relativamente al sol y a las estrellas, esta cuestión pertenece a la primera parte y merece, por decirlo así, puesto más distinguido.

II. Habiendo hablado de las divisiones que comprenden el conjunto de cuanto forma la naturaleza, deberé hacer algunas consideraciones generales, asegurando en primer lugar que el aire pertenece al número de los cuerpos dotados de unidad. Qué signifique esta palabra y por qué he empezado por esto, lo sabrás cuando, tomando las cosas desde más arriba, haya distinguido entre cuerpos continuos y cuerpos conexos. Continuidad es la unión no interrumpida de las partes entre sí. Unidad es continuidad sin conexión, el contacto de dos cuerpos yuxtapuestos. ¿Puede dudarse que entre los cuerpos que vemos y tocamos, que sienten o que sentimos, los hay compuestos? Pues bien, lo son por textura o por aglomeración; por ejemplo, una cuerda, un montón de trigo, una nave. Los hay que no son compuestos, como el árbol, la piedra. Luego has de conceder que hasta algunos cuerpos de aquellos que escapan a nuestros sentidos y que solamente puede cogerlos el pensamiento, están dotados de unidad. Considera cuánto cuido de tus oídos: podría proceder con más desembarazo usando el término filosófico unita corpora: siendo generoso contigo, debes pagarme en la misma moneda. ¿Qué quiere decir esto? que cuando emplee la palabra uno, recuerdes que no me refiero al número, sino a la naturaleza del cuerpo que, sin auxilio alguno exterior, es coherente por su propia unidad. A estos cuerpos pertenece el aire.

III. El mundo comprende todos los cuerpos que conocemos o podemos conocer. Entre ellos, unos forman parte del mundo, y otros son materiales guardados en reserva. Toda la naturaleza necesita materiales, de la misma manera que todo arte manual. Así, pues, para mayor claridad, llamo parte de nuestro cuerpo a las manos, los huesos, los nervios, los ojos; y materiales, a los jugos de los alimentos que se derraman por estas partes y se asimilan a ellas. La sangre es a su vez como parte nuestra, a pesar de contarse entre los materiales, porque sirve para formar las otras partes, sin dejar por esto de ser una de las sustancias de que se compone el cuerpo.

IV. De esta manera es el aire parte del mundo, y parte necesaria; porque el aire es lo que une a la tierra con el cielo, y separa las regiones elevadas de las bajas, pero reuniéndolas; las separa como intermediario; las reúne, puesto que por su mediación se comunican. Trasmite a la parte superior cuanto recibe de la tierra, y recíprocamente trae a la tierra la virtud de los astros. Llamo al aire parte del mundo, de la misma manera que a los animales y las plantas, que forman parte del universo, puesto que entran como complementos en el gran conjunto, no existiendo el universo sin ellos. Pero un animal solo, un solo árbol, no es, por decirlo así, más que una cuasi parte; porque a pesar de que perezca, la especie, no obstante esta pérdida, continúa entera. El aire, corno he dicho, toca al cielo lo mismo que a la tierra. Ha sido creado para los dos. Ahora bien, tiene unidad todo aquello que fue creado parte esencial de una cosa; porque nada nace sin unidad.

V. La tierra es a la vez parte y material del mundo. Creo no preguntarás por qué es parte, pues equivaldría a preguntar por qué es parte suya el cielo; y en efecto, el universo no existiría sin el uno y sin la otra, puesto que el universo existe por medio de las cosas que, como el cielo y la tierra, suministran los alimentos que dan vida a todos los animales, todas las plantas y todos los seres, obteniendo de ellos su fuerzas todos los individuos, y el mundo con qué satisfacer a sus múltiples necesidades. De aquí procede lo que sostiene a tantas estrellas, tan activas, tan ávidas, que no descansando de día ni de noche, necesitan continuo pasto; y de aquí toma la naturaleza lo que exige el mantenimiento de todas sus partes. El mundo, pues, se hizo su provisión para la eternidad. Te pondré pequeño ejemplo de cosa tan grande: el huevo encierra tanto líquido cuanto es necesario para la formación del animal que ha de nacer de él.

VI. El aire está contiguo a la tierra, y de tal manera cerca, que ocupa en el acto el espacio que ésta deja. Forma parte del mundo, y sin embargo, todo lo que la tierra suministra de alimentos lo recibe él, debiéndosele considerar por esto como uno de los materiales y no como parte del gran todo. De aquí su extrema inconstancia y tumultuosas agitaciones. Algunos lo consideran formado de corpúsculos diferentes, como el polvo, lo cual está muy lejos de la verdad. Porque nunca un cuerpo compuesto puede desarrollar esfuerzos sino por la unidad de sus partes, debiendo concurrir todas a darle impulso uniendo sus fuerzas. Si el aire estuviese dividido en átomos, quedaría desparramado, y, como toda cosa diseminada, no podría formar cuerpo. La intensidad del aire la demuestra el globo henchido que resiste a los golpes; la demuestran los objetos pesados trasportados a lo lejos por la fuerza del viento, y la demuestra, en fin, la voz que se debilita o se eleva según el impulso del aire, ¿Qué otra cosa, en verdad, es la voz, sino el aire puesto en movimiento por la percusión de la lengua para producir sonido? ¿No se debe la facultad de correr, de moverse, a la acción del aire respirado con más o menos fuerza? El aire también da fuerza a los nervios y velocidad a los corredores. Cuando se agita y forma violento torbellino, arranca los árboles y los bosques, y derriba y destruye los edificios. El aire levanta el mar, tranquilo y quieto por sí mismo. Pasemos ahora a cosas menos importantes. ¿Qué sería el canto sin la compresión del aire? Los cuernos, las trompetas y esos instrumentos que por la introducción del agua producen sonido más fuerte que podría producir nuestra boca, ¿no deben sus efectos al aire comprimido? Consideremos la inmensa aunque oculta fuerza que desarrollan gérmenes casi imperceptibles, que, por su pequeñez encuentran alojamiento en las junturas de las piedras, y que consiguen al fin separar enormes sillares y destruir monumentos; las raíces más sutiles y delicadas hienden peñascos y rocas. ¿Qué otra razón puede haber para esto que la potencia del aire, sin el cual no hay fuerza, y contra el que ninguna fuerza es bastante poderosa? En cuanto a la unidad del aire, puede deducirse claramente de la cohesión de las partes de nuestro cuerpo. ¿Quién las mantiene unidas sino el aire? ¿Quién da movimiento al principio vital en el hombre? ¿Cómo hay movimiento sin elasticidad? ¿De dónde procede la elasticidad sino de la unidad? ¿De dónde la unidad sino del aire mismo? ¿Quién hace brotar del suelo las mieses, la espiga, tan débil en su nacimiento; quién hace crecer los frondosos árboles, que extienden sus ramas o las alzan al cielo, sino la fuerza y unidad del aire?

VII. Pretenden algunos que el aire se divide y reparte en partículas, entre las que suponen el vacío. Esto demuestra, según ellos, que no es cuerpo lleno, sino que hay en él muchos intersticios, a los que se debe la facilidad que encuentran las aves, tanto grandes como pequeñas, para moverse en él y recorrerlo. Pero se engañan los que tal sostienen, porque el agua ofrece igual facilidad, y no existe duda en cuanto a la unidad de este líquido, que no recibe los cuerpos sino refluyendo en sentido contrario a la inmersión. Este movimiento, que llamamos nosotros circunstantia, y los Griegos , se realiza en el aire lo mismo que en el agua. El aire rodea todos los cuerpos que le impulsan, no siendo necesaria la existencia del vacío. Pero ya hablaremos de esto.

VIII. Necesario es deducir de todo esto que en la naturaleza existe un principio activo dotado de inmensa fuerza. No hay, en efecto, cuerpo cuya elasticidad no aumente su energía, y no es menos cierto, a fe mía, que ningún cuerpo puede desarrollar en otro elasticidad que no le sea propia: de la misma manera que decimos que nada puede ser movido por acción extraña que no tenga en sí tendencia a la movilidad. ¿Y qué podremos considerar más elástico por sí mismo que el aire? ¿Quién podrá negarle esta cualidad al ver cómo trastorna la tierra y las montañas, las casas, los muros, las torres, las grandes ciudades y sus habitantes, los mares y toda la expansión de sus orillas? Su rapidez y extraordinaria extensión demuestran su elasticidad. El ojo extiende instantáneamente a muchas millas su rayo visual; un sonido solo se propaga a la vez en ciudades enteras; la luz no penetra poco a poco, sino que baña de una vez toda la naturaleza.

IX. ¿De qué manera podría moverse el agua sin el aire? ¿Dudas que esos surtidores que desde el centro de la arena se alzan hasta lo más alto del anfiteatro, los produzca la fuerza del agua? Ahora bien, no hay manos ni máquina que pueda hacer subir al agua más alto que lo hace el aire. Este se acomoda a todos los movimientos del agua, que por la mezcla y presión de este fluido, se levanta, lucha de mil maneras con su propia naturaleza y sube a pesar de su tendencia a caer. ¡Cómo! ¿La nave que se hunde a medida que se la carga, no demuestra que no es el agua la que le impide sumergirse, sino el aire? Porque el agua cedería sin poder resistir ningún peso, si ella misma no estuviese sostenida. El disco que se arroja al estanque desde paraje elevado, no se sumerge, sino que flota; ¿cómo sucedería esto si el aire no lo sacase a la superficie? ¿Y cómo pasaría la voz a través del espesor de las paredes, si hasta en las materias sólidas no hubiese aire para recibir y transmitir el sonido que viene del exterior? El aire no obra solamente en la superficie de los cuerpos, sino que penetra en su interior, siéndole fácil esto, porque sus partes no están nunca separadas y conserva su coherencia a través de todo lo que parece dividirle. La interposición de paredes, de las montañas más altas, es obstáculo entre el aire y nosotros, pero no entre sus elementos, cerrándonos solamente los caminos por donde podíamos seguirle.

X. El aire pasa a través de aquello mismo que le divide, y no solamente se derrama en derredor y circunscribe los cuerpos, sino que los penetra: extiéndese desde el éter más trasparente hasta nuestro globo, siendo más móvil, tenue y elevado que la tierra y el agua, pero más denso y pesado que el éter. Frío por sí mismo y oscuro, recibe de otra parte el calor y la luz. Mas no es igual en todo el espacio que ocupa, modificándole lo que tiene inmediato. Su parte superior es sumamente seca y cálida, y por lo mismo muy tenue, a causa de la proximidad de los fuegos eternos, de los múltiples movimientos de los astros y la continua revolución del cielo. La parte del aire más baja y más inmediata al globo es densa y nebulosa, porque recibe las emanaciones de la tierra. La región media es más temperada si se la compara con las otras dos en cuanto a sequedad y tenuidad, pero la más fría de las tres; porque la superior experimenta los efectos del calor y proximidad de los astros; la baja también se tempera, en primer lugar por las emanaciones terrestres, que le llevan muchos elementos cálidos; en segundo lugar, por la reflexión de los rayos solares que, en toda la extensión a que pueden subir, suavizan su temperatura doblemente calentada; y en fin, por el aire mismo que respiran los animales y vegetales de toda especie, que lleva consigo calor, puesto que sin calor nada puede vivir. Añade a esto los fuegos, no solamente artificiales, sino los que se ocultan bajo la tierra, que brotan en algunos parajes e incesantemente arden escondidos en sus innumerables e invisibles focos. Añade también las emanaciones de tantas zonas fértiles, que deben tener cierto calor, siendo el frío principio de esterilidad, y el calor de reproducción. Síguese de esto que la parte media del aire, libre de estas influencias, conserva su propia frialdad, puesto que por su naturaleza el aire es helado.

XI. Dividido de esta manera el aire, la parte inferior es la más variable, inconstante y mudable. Cerca de la tierra, el aire es más activo y más pasivo a la vez, causa y experimenta mayores agitaciones, sin encontrarse, sin embargo, igualmente conmovido en todas partes, sino que cambia según los parajes, siendo parciales la turbación y desorden. Débense las causas de estos cambios e inconstancias algunas veces a la tierra, cuyas diversas posiciones influyen por modo eficacísimo en la temperatura del aire; otras al curso de los astros, y principalmente al sol, porque éste ordena las estaciones y trae con su aproximación o alojamiento, el estío o el invierno. Síguele en influencia la luna. Las estrellas por su parte no influyen menos en la tierra que en el aire que las rodea, produciendo su salida y su ocaso contrariados, fríos, lluvias y otros efectos en la tierra. Necesarios eran estos preliminares antes de hablar del trueno, del rayo y de los relámpagos, y puesto que en el aire se presentan estos fenómenos, indispensable era explicar la naturaleza de este elemento para que se comprenda más fácilmente su actividad o pasividad en su formación.

XII. De tres cosas tratamos ahora: relámpago, rayo y trueno, que si bien simultáneos en su formación, los percibimos sucesivamente. El relámpago muestra el fuego: el rayo lo lanza. El primero sólo es, por decirlo así, amenaza, conato sin efecto; el otro es el golpe que hiere. Todos están conformes relativamente a algunos puntos de su origen; en cuanto a otros, difieren las opiniones. Conviénese en que estos fenómenos se forman en las nubes y por las nubes, y además en que el relámpago y el rayo son, o parecen ser, fuego. Pasemos ahora a lo que se discute. El fuego, dicen unos, reside en las nubes; según otros, se forma en el momento de la explosión y no existe antes. Los primeros divergen además en cuanto a las causas productoras del fuego: éste le hace proceder de la luz; aquél de los rayos del sol, que, por sus cruzamientos y sus rápidos y multiplicados retrocesos sobre sí mismos, hacen brotar la llama. Anaxágoras pretende que este fuego procede del éter, y que de sus altas regiones incandescentes cae en infinidad de partículas ígneas que permanecen por mucho tiempo encerradas en las nubes. Cree Aristóteles que no se aglomera el fuego mucho antes, sino que estalla en cuanto se forma, pudiéndose resumir así su pensamiento: Dos partes del mundo, la tierra y el agua, ocupan la inferior del espacio, y cada una de ellas tiene sus emanaciones. El vapor de la tierra es seco y parecido al humo, produciendo los vientos, truenos; y rayos; el agua exhala humedad, produciendo las lluvias y las nieves. El vapor seco de la tierra que da origen a los vientos, escapa lateralmente por efecto de la violenta compresión de las nubes, yendo a formar a distancia las nubes próximas, y esta percusión produce un ruido análogo al que hace la llama en nuestros hogares al devorar leña demasiado verde. En la leña verde procede el ruido de burbujas de aire húmedo que estallan por la acción de la llama; en lo alto, el vapor que escapa, como acabo de decir, de las nubes comprimidas, va a chocar con las otras nubes, no pudiendo romper ni escapar sin producir mucho ruido. Este ruido es diferente, según es diferente el choque con las nubes; porque las nubes presentan senos mayores o menores. Por lo demás, la explosión del vapor comprimido es el fuego que llamamos relámpago, que es más o menos intenso y se enciende por ligero choque. Vemos el relámpago antes de oír el sonido, porque el sentido de la vista es mucho más veloz y se adelanta en gran manera al del oído.

XIII. Por muchas razones puede colegirse que es falsa la opinión de aquellos que pretenden que el fuego está depositado en las nubes. Si este fuego cae del cielo, ¿cómo no cae diariamente, puesto que siempre están abrasadas sus regiones? Además, ninguna razón dan acerca de la caída del fuego, que por su naturaleza tiende a subir. Porque este fuego etéreo es muy diferente del que nosotros encendemos, del que caen pavesas que tienen peso sensible. Así, pues, el fuego no cae, antes bien es arrastrado y precipitado. Nada de esto sucede en aquel fuego purísimo, que nada contiene que lo arrastro hacia abajo, y si de él se desprendiese la parte más pequeña, encontraríase en peligro el todo; porque lo que cae por partes puede caer también en conjunto. Además, este elemento, al que su ligereza impide caer diariamente, si constase de partes pesadas, ¿cómo hubiese podido permanecer en aquella altura de la que naturalmente debía caer? -Pero qué, ¿no vemos caer todos los días fuegos, aunque no sean otros que el rayo mismo de que ahora tratamos? -Desde luego, pero estos fuegos no se mueven por sí mismos, sino que son arrastrados. La fuerza que los arrastra no está en el éter, porque allí no hay potencia que comprima o que rompa, ni ocurre nada que no sea ordinario. Reina en aquella región orden perfecto, y este fuego depurado, colocado en aquella altura para su conservación, circunda brillantemente todo lo creado; y no puede desamparar su puesto, ni ser lanzado por fuerza extraña, porque en el éter no hay lugar para cuerpos heterogéneos. Lo ordenado e inmutable no admite lucha.

XIV. Vosotros decís, me contestarán, cuando queréis explicar la formación de las estrellas errantes, que tal vez algunas partes del aire atraigan el fuego de las regiones superiores y se inflamen por su contacto. Pero es muy diferente decir que el fuego cae del éter contra su tendencia natural, a pretender que de la región ígnea pase el calor a las inferiores y produzca en ellas un incendio; porque es imposible que el fuego caiga del éter, sino que se forma en el aire mismo. En nuestras ciudades vemos, cuando se propaga un incendio, edificios aislados, calentados durante mucho tiempo, inflamarse espontáneamente. Luego es verosímil que la región superior del aire, que tiene la propiedad de atraer el fuego, se inflame en algún punto por el calor del éter colocado encima. Necesariamente ha de existir alguna analogía entre la capa inferior del éter y la superior del aire, y no puede haber desemejanza entre el uno y el otro, porque no se verifica ninguna transición brusca en la naturaleza. En el punto de contacto se mezclan insensiblemente las dos cualidades; de manera que no puedes decir dónde termina el aire y comienza el éter.

XV. Juzgan algunos de nuestra escuela que, pudiendo convertirse el aire en fuego y en agua, no adquiere de extraño origen elementos nuevos de inflamación, en vista de que se enciende por su propio movimiento; y cuando rompe los densos y compactos senos de las nubes, necesariamente ha de acompañar a la explosión de cuerpos tan grandes intenso ruido. Ahora bien, esta resistencia de las nubes, que difícilmente ceden, contribuye a hacer más enérgico el fuego, de la misma manera que la mano ayuda al hierro a cortar aunque el hierro sea el que corte.

XVI. ¿Pero en qué se diferencian el rayo y el relámpago? Lo diré. El relámpago es fuego ampliamente desarrollado; el rayo es fuego comprimido y violentamente lanzado. Si cogemos agua en el hueco de nuestras dos manos reunidas y comprimimos las palmas, el líquido brota como de un sifón. Algo así sucede en la atmósfera. De nubes fuertemente comprimidas entre sí escapa el aire interpuesto, inflamándose al choque, porque recibe impulso como el que le imprimiría una máquina de guerra. Las balistas y escorpiones lanzan ruidosamente los dardos.

XVII. Creen algunos que al atravesar el aire nubes frías y húmedas produce sonido, a la manera que el hierro enrojecido silba cuando se le sumerge en agua. Así como el metal incandescente no se extingue en el agua sino después de prolongado murmullo, así también, dice Anaximenes, el aire que penetra en la nube produce el trueno, y luchando con los girones que le detienen, enciende el fuego por su misma fuga.

XVIII. Anaximandro lo atribuye todo al viento. El trueno, dice, es el sonido que produce el choque de una nube. ¿Por qué son desiguales? Porque es desigual el choque. ¿Por qué truena hasta con cielo sereno? Porque también en estos casos atraviesa el viento al aire, agitándolo y desgarrándolo. ¿Mas por qué truena algunas veces sin relámpago? Porque el viento, demasiado tenue y débil para producir llama, pudo al menos producir ruido. ¿Qué es, pues, el relámpago? Una conmoción del aire que se separa, que se comprime sobre sí mismo y abre paso a un fuego lánguido que ro hubiese brotado por sí mismo. ¿Qué es el rayo? La veloz carrera de un viento más duro y enérgico?

XIX. Dice Anaxágoras que todo se verifica así cuando el éter envía algún principio activo a las regiones inferiores, y lanzado entonces el fuego contra una nube fría, produce el trueno. Si rasga la nube, brilla el relámpago, produciendo la mayor o menor fuerza de este fuego el rayo o el relámpago.

XX. Diógenes Apoloniato dice que el trueno lo produce el fuego unas veces y otras el viento. El fuego precede y anuncia a los que de él proceden, y el viento da lugar los que resuenan sin relámpago. Concedo que puede presentarse un fenómeno de estos sin el otro, sin que existan por esto dos fuerzas distintas, pudiendo producir lo mismo una que otra. ¿Quién negará que violento impulso del aire puede producir la llama como produce el sonido? ¿Quién no concederá, por otra parte, que algunas veces el fuego, después de romper las nubes, no brotará, si cuando ha rasgado algunas lo ahoga considerable aglomeración de otras? En estos casos el fuego se disipa en forma de viento y pierde el brillo que lo revela, mientras que inflama lo que pudo romper en el interior. Añado que, necesariamente, el rayo en su impulso lanza al aire delante de él, y que el viento lo precede y le sigue cuando hiende el aire con tan inmensa violencia. Por esta razón, todos los cuerpos, antes de que les hiera el rayo, se conmueven por la vibración del viento que lanza delante.

XXI. Abandonando aquí a los maestros, comencemos a movernos por nosotros mismos, y de los hechos conocidos pasemos a los dudosos, Ahora bien, ¿qué es lo conocido? Que el rayo es fuego, de la misma manera que el relámpago llama, que llegaría a ser rayo si tuviese mayor fuerza. Estos dos fenómenos no se diferencian por su naturaleza, sino por su grado de impetuosidad. El rayo es fuego, según demuestra el calor que lo acompaña; y, a falta de calor, lo demostrarían sus efectos, puesto que con harta frecuencia ha ocasionado el rayo vastos incendios, abrasando bosques, calles de nuestras ciudades, y algunas veces hasta aquello mismo que no recibió su herida presenta señales de fuego, dejando en ocasiones color como de hollín. ¿Qué diremos del olor sulfuroso que exhalan todos los cuerpos heridos por el rayo? Es, pues, indudable que el rayo y el relámpago son fuego, y que solamente se diferencian por el camino que recorren. El relámpago es rayo que no desciende hasta la tierra, y recíprocamente puede decirse: el rayo es relámpago que llega a tocar el suelo. No prolongo esta distinción como vano ejercicio de palabras, sino para probar mejor la afinidad e igualdad de naturaleza de los dos fenómenos. El rayo es algo más que el relámpago. Invirtamos los términos. El relámpago es algo menos que el rayo.

XXII. Puesto que está demostrado que los dos son fuego, veamos cómo se enciende el fuego entre nosotros; porque del mismo modo se inflama en las regiones superiores. De dos maneras se enciende aquí bajo: por la percusión, como cuando se le hace brotar de la, piedra, o por frotamiento, como el que se verifica con dos pedazos de madera. Sin embargo, no toda clase de madera te dará fuego por este medio, sino que hay que elegirla a propósito, como laurel, hiedra, y otras que los pastores conocen para este uso. Puede suceder, pues, que las nubes se inflamen también por percusión o por rozamiento. Consideremos con cuánta fuerza se lanzan las tempestades, con qué impetuosidad giran los torbellinos, destrozando, arrastrando, dispersando a lo lejos todo lo que encuentran a su paso. ¿Puede admirar que con tanta fuerza hagan brotar fuego, bien sea de materias extrañas, o bien de su propia sustancia? Considérese qué intensidad de calor deben experimentar los cuerpos que trituran a su paso. Sin embargo, no debe atribuirse a estos fenómenos acción tan enérgica como a los astros, cuya fuerza es tan vehemente como incontestable.

XXIII. Puede ocurrir también que impulsadas unas nubes contra otras por ligero viento, produzcan fuego que brille sin estallar; porque se necesita menos fuerza para dar ocasión al relámpago que al rayo. Hace un momento hemos considerado a qué grado de calor pueden elevarse algunos cuerpos por medio del rozamiento. Ahora bien, cuando el aire, que puede convertirse en fuego, obra sobre sí mismo con toda su fuerza, es verosímil que, por frotación, produzca una llama pasajera y pronta a disiparse, porque no brota de materia sólida que le dé consistencia. Pasa, por consiguiente, impulsada sin alimento, sin tener más duración que la del camino que recorre.

XXIV. Me preguntarás «cómo atribuyendo nosotros al fuego tendencia hacia las regiones superiores, el rayo, sin embargo, se dirige hacia la tierra. ¿Es por ventura falso lo que has dicho del fuego? Es evidente que el fuego sube con tanta facilidad como baja». Los dos movimientos son posibles, porque el fuego naturalmente surge en pirámide y, no habiendo obstáculo, tiende a subir, como naturalmente también el agua tiende a bajar; sin embargo, si interviene una fuerza extraña que la rechace en sentido contrario, se eleva hacia el mismo lugar de donde cayó en lluvia. El mismo poderoso impulso que le arrastra hace que caiga el rayo. Sucede en estos casos con el fuego lo mismo que con los árboles, cuya copa, tierna aún, puede encorvarse hasta tocar el suelo, pero que, abandonada a sí misma, recobra su posición con un solo movimiento. No deben contemplarse las cosas en estado contrario a su propia naturaleza. Deja su libre dirección al fuego y ascenderá al cielo, asiento de los cuerpos ligeros; si otra causa lo arrastra y desvía de su curso, ya no sigue su naturaleza, sitio que queda en servidumbre.

XXV. Decís además, replican, que la frotación de las nubes produce el fuego, cuando están húmedas o cargadas de agua: ¿cómo pueden engendrarlo estas nubes que no parecen más capaces de ello que el agua misma?

XXVI. En primer lugar, diré que las nubes que producen el fuego no son agua, sino aire condensado dispuesto a formar agua; no se ha verificado aún la transformación, pero está próxima y preparada. No debe creerse que el agua se aglomera en las nubes para derramarse en seguida, porque su formación y caída son simultáneas. Contestaré además que, aun cuando concediese que una nube está húmeda y llena de agua formada, nada impediría que el fuego brotase de lo húmedo, y hasta, lo que es más extraño, del agua misma. hay quienes han sostenido que nada puede trocarse en fuego sin haberse convertido primero en agua. Posible es, pues, que una nube, sin que cambie de naturaleza el agua que contiene, lance fuego por alguna parte, como la madera, que algunas veces arde por un lado y suda por otro. No digo que los dos elementos no sean incompatibles, y que el uno no destruya al otro, pero cuando el fuego es más fuerte que el agua, vence, como también cuando el agua es relativamente más abundante, queda sin efecto el fuego. Por esta razón no arde la leña verde. Lo que hay que tener en cuenta es la cantidad de agua, que si es débil no resiste ni impide la acción del fuego. ¿Cómo no? En tiempo de nuestros mayores, según refiere Posidonio, mientras surgía una isla en el mar Egeo, espumaba el agua durante el día y brotaba humo de su seno: esto revelaba la existencia de fuego, que no se mostró continuo, sino que estallaba por intervalos como el rayo, siempre que la energía del foco interior levantaba el peso de las aguas que lo cubrían. En seguida vomitaba piedras, rocas enteras, unas intactas y lanzadas por el aire antes de calcinarse, otras corroídas y reducidas a la ligereza de la piedra pómez, y al fin apareció sobre el agua la cumbre de una montaña abrasada, que después aumentó de altura y ensanchó hasta formar una isla. En nuestro tiempo, bajo el consulado de Valerio Asiático, se reprodujo este fenómeno. ¿Por qué cito estos casos? Para hacer ver que ni el mar ha podido extinguir el fuego sobre que pesa, ni la enorme masa de las aguas impedirle que se abra paso. Según dice Asclepiodoto, discípulo de Posidonio, desde doscientos pasos de profundidad, surgió el fuego separando el obstáculo de las olas. Si este inmenso volumen de aguas no pudo ahogar una columna de fuego que surgía del fondo del mar, ¿Cuánto menos podrán extinguir el fuego en el aire el tenue vapor y las gotitas de las nubes? Tan débil obstáculo ofrecen a la formación de los fuegos, que solamente se ve brillar el rayo en cielo cargado de agua, sin que estalle en tiempo sereno. En día despejado no hay que temerlo, de la misma manera que en las noches que no estén oscurecidas por las nubes. -¿Cómo? ¿no vemos algunas veces relámpagos en cielo estrellado y noche tranquila? -Sí, pero ten por seguro que hay una nube en el punto donde brotan los relámpagos, aunque no podemos verla a causa de la convexidad de la tierra. Añade a esto que es posible que nubes bajas y próximas a la tierra hagan brotar por su choque un fuego que, lanzado más alto, aparece en la parte despejada y serena del cielo; pero siempre brota en punto turbado.

XXVII. Hanse distinguido los truenos en varias clases; los hay que parecen sordo rumor como el que precede a los terremotos y el que produce el viento encerrado estremeciéndose. Diré cómo creen algunos que se forman. Cuando el aire se encuentra encerrado en una aglomeración de nubes, rodando de seno en seno, deja oír como mugido ronco, uniforme y continuo. Y como si las nubes están cargadas de humedad, le cierran la salida, esta clase de truenos anuncian inminente lluvia. Otra especie de trueno hay cuyo sonido es agudo, acre, por decir mejor, como el ruido que oímos cuando rompen una vejiga sobre la cabeza de alguno. Ocurren estos truenos cuando una nube que rueda en torbellino revienta y deja escapar el aire que la henchía. Llámase este ruido fragor; y tan repentino como vehemente, derriba y mata a los hombres; algunos, sin perder la vida, quedan aturdidos y sin conocimiento; llamando nosotros atontados a los que la explosión del fuego celeste quitó el sentido. Esta explosión puede proceder también del aire encerrado en el hueco de una nube y que, enrarecido por su mismo movimiento, se dilata, y, buscando después mayor espacio, resuena contra las paredes que le rodean. ¿Cómo no? ¿si golpeando nuestras manos resuenan con fuerza, no han de producir dos nubes ruido mucho mayor, siendo muy grandes masas las que chocan?

XXVIII. Vemos, me dirán, nubes que chocan con montañas sin que brote ningún ruido. -En primer lugar, todo choque de nubes no produce rumor, necesitándose para producirlo aptitud especial. No puede aplaudirse chocando el reverso de las manos, sino chocando palma con palma, resultando también mucha diferencia según se golpee con las manos huecas o extendidas. Además, no basta que las nubes se muevan, es necesario que las empuje violentamente una tormenta. Por otra parte, la montaña no rompe la nube, sino que solamente cambia su dirección, embotando a lo sumo las partes salientes. No basta que el aire salga de una vejiga henchida para que produzca sonido: si la divide el hierro, escapa sin ruido, siendo necesario para que haya explosión, no cortarla, sino romperla. Lo mismo digo de las nubes: a menos de choque brusco y violento, no resuenan. Añade que las nubes empujadas contra una montaña no se rompen, sino que se amoldan alrededor de algunas partes de la misma montaña, de los árboles, de los arbustos, de las rocas escarpadas y salientes: de esta manera se diseminan y dejan escapar por muchos puntos el aire que contenían, y que, a menos de estallar en considerable volumen, no produce explosión. Así lo demuestra el viento que, dividiéndose al cruzar entre las ramas de los árboles, silba y no truena. Necesítase un golpe que hiera extensamente y disperse a la vez toda la nube, para que resuene el estallido que se oye cuando truena.

XXIX. Además de esto, el aire es apto por su naturaleza para transmitir los sonidos.¿Cómo no, si el sonido no es otra cosa que percusión del aire? Necesario es, pues, que las nubes que se rompen estén huecas y dilatadas; porque ves que hay mucha mayor sonoridad en espacio vacío que en lleno, en un cuerpo dilatado que en el que no lo está. Así, pues, los tímpanos y címbalos no resuenan sino porque el aire que resiste es rechazado contra las paredes interiores, y no resonarían a no estar huecos.

XXX. «Opinan algunos, entre ellos Asclepiodoto, que puede producir el trueno y el rayo el encuentro de dos cuerpos cualesquiera. En otro tiempo vomitó el Etna, en una de sus grandes erupciones, considerable cantidad de arenas incandescentes. Una nube de polvo eclipsó la luz, y repentina oscuridad espantó a los pueblos. Al mismo tiempo estallaron muchos truenos y rayos formados por el concurso de cuerpos áridos y no por las nubes, que verosímilmente habríanse alejado de aquel aire abrasador. Cambises mandó contra el templo de Júpiter Ammón un ejército que quedó primeramente envuelto y después sepultado bajo las arenas que levantaba el Austro y dejaba caer después a manera de nieve. Probablemente estallarían entonces también rayos y truenos por el choque y frotación de las arenas». Esta opinión no repugna a nuestra teoría, porque hemos dicho que la tierra exhala corpúsculos de dos clases, secos y húmedos, que circulan por todo el aire. Así, pues, en el caso citado, formaríanse nubes más densas y compactas que si las hubiese formado sencilla aglomeración de vapores. Estas pueden romperse con ruido; pero las otras aglomeraciones que llenan el aire de materias inflamadas o de vientos que han barrido la superficie de la tierra, necesariamente han de formar la nube antes que el sonido. Pero las nubes pueden formarse tanto de elementos secos como de elementos húmedos, puesto que, como dijimos, no son otra cosa que aglomeración de aire denso.

XXXI. Para el observador son maravillosos los efectos del rayo y no permiten dudar que hay en él energía sobrenatural, inapreciable a nuestros sentidos. Funde el dinero en una bolsa que deja intacta; liquídase la espada en la vaina, que queda entera, y el hierro de la lanza corre fundido a lo largo del asta, que no ha tocado. Rómpense los toneles sin que se derrame el vino, pero esta consistencia del liquido solamente dura tres días. Obsérvase además otro hecho, y es que los hombres y animales heridos por el rayo quedan con la cabeza vuelta hacia el lado por donde salió, y las ramas que derriba de los árboles quedan derechas en la misma dirección. En fin las serpientes y demás animales cuyo veneno es mortal, una vez tocadas por el rayo, pierden toda la ponzoña. -¿Cómo lo sabes? dirán. Porque en los cadáveres venenosos no nacen gusanos, y en los de estos animales que caen bajo el rayo, pululan a los pocos días.

XXXII. ¿Qué diremos de la virtud del rayo para anunciar el porvenir? y no una u otra vez, sino que frecuentemente anuncia el orden y serie entera de los destinos, y esto con caracteres ciertos y mucho más claros que si estuviesen escritos. Nos diferenciamos de los Toscanos, consumados en la ciencia de la interpretación de los rayos, en lo siguiente: creemos nosotros que estallan por el choque de dos nubes, y ellos dicen que ocurre choque porque hay explosión. Como todo lo refieren a Dios, están persuadidos de que el rayo no anuncia el porvenir porque se forma, sino que lo forman porque ha de anunciarlo. Pero sea el pronóstico la causa o la consecuencia, fórmanse de la misma manera. Mas ¿cómo anuncia el rayo lo porvenir, sino es Dios mismo quien lo envía? De la misma manera que las aves, que no emprenden expresamente su vuelo para presentarse a nuestra vista, ofrecen auspicios favorables o contrarios. Dios las mueve, dicen aquellos. Muy ocioso se lo supone para que se ocupe de tan pequeños detalles, si se cree que ordene ensueños para tal hombre, y arregle las entrañas de las víctimas para tal otro. Intervención divina hay sin duda en nuestros destinos, pero no es Dios quien dirige las alas de las aves y quien dispone las entrañas de los animales bajo el cuchillo del sacerdote. La serie de los fastos se desarrolla de otra manera: manda de antemano y por todas partes indicios precursores, de los que unos nos son familiares y desconocidos otros. Todo acontecimiento es vaticinio de otro acontecimiento, y solamente las cosas fortuitas que ocurren fuera de toda regla no dejan lugar a la adivinación. Todo lo que procede de determinado orden puede desde luego predecirse. Preguntarase por qué tiene el águila el privilegio de anunciar los sucesos importantes, lo mismo el cuervo y otras aves en corto número, mientras que la voz de las demás no anuncia nada. Porque no han entrado en la ciencia todos los hechos, y otros ni siquiera pueden entrar porque se realizan muy lejos de nosotros. Por lo demás, no hay animal cuyo movimiento y presencia no anuncie algo. Si todos los indicios no son observados, lo son algunos. El auspicio necesita observador, determinándolo el hombre que fija en él su atención; los que pasan desapercibidos no por eso dejan de tener valor. Observación de los Caldeos es la influencia de las cinco estrellas. ¿Y crees tú que en vano brillan en el cielo tantos millares de astros? ¿Qué es lo que engaña a los vaticinadores sino su sistema de unir nuestro destino a cinco astros solamente, cuando ni uno de los que resplandecen sobre nuestra cabeza carece de influencia en nuestro porvenir? Los más cercanos obran tal vez más inmediatamente sobre el hombre, como también aquellos que por la frecuencia de sus movimientos nos impresionan de una manera y de otra a los demás animales. Pero aquellos mismos que están inmóviles, o que su rapidez, igual a la del mundo, les hace aparecer sin movimiento, no dejan de tener derecho y dominio sobre nosotros. Considera otras cosas además de las estrellas; considéralo todo, y el vaticinio será completo. Pero no es más fácil saber cuánto pueden, que dudar de su poder.

XXXIII. Volvamos ahora a los rayos, cuya ciencia se divide en tres partes: observación, interpretación y conjuración. La primera supone una regla particular; la segunda constituye la adivinación; la tercera tiene por objeto hacerse propicios a los dioses, rogándoles manden bienes y libren de males, es decir, que confirmen las promesas o retiren sus amenazas.

XXXIV. Créese que el rayo tiene virtud soberana, porque cuando se presenta quedan anulados todos les demás presagios. Lo que él anuncia es irrevocable y no puede modificarlo ninguna otra señal. Todo lo que puede verse de amenazador en las entrañas de las víctimas o en el vuelo de las aves, lo borra el rayo propicio; mientras que nada de lo que él presagia podría desmentirlo el vuelo de las aves ni las entrañas de las víctimas. Paréceme que esto no es exacto. ¿Por qué? porque nada hay más verdadero que lo verdadero. Si las aves han predicho lo porvenir, es imposible que este auspicio quede anulado por el rayo; y si puede anularse, es que no predijeron el porvenir. No comparo aquí las aves y el rayo, sino señales de verdad: si las dos profetizan lo verdadero, lo mismo vale la una que la otra. Si pues la intervención del rayo destruye las indicaciones del sacrificador o del augur, es que inspeccionaron mal las entrañas o no interpretaron bien el vuelo de las aves. Lo esencial no consiste en saber cuál de estas señales tiene mayor fuerza y virtud; si las dos dicen lo verdadero, bajo este punto de vista son iguales. Si se dice: la llama tiene más fuerza que el humo, cierto es; pero como señal de fuego, el humo vale tanto como la llama. Así, pues, si se dice que siempre que las víctimas anuncian una cosa y el rayo otra, debe creerse más a éste, tal vez lo concedería; pero si se pretende que habiendo anunciado la verdad las primeras señales, un rayo lo anule todo y obtenga exclusivamente fe, se engañan. ¿Por qué? porque no importa nada el número de los auspicios: el destino es único; si el primer auspicio lo interpretó bien, el segundo no puede destruirlo, porque es el mismo. Lo repito: importa poco que se interrogue el mismo presagio u otro, puesto que se les interroga sobre una cosa misma.

XXXV. El rayo no puede cambiar el destino. ¿Por qué no? porque el rayo forma parte del destino mismo. ¿Para qué sirven, pues, las expiaciones y sacrificios si el destino es inmutable? Permíteme defender la rígida escuela de aquellos que excluyen estas ceremonias y solamente ven en los votos que se dirigen al cielo consuelos de mentes enfermas. Por otros caminos se realiza el destino; ninguna plegaria llega hasta él, ni hay piedad ni ruego que lo ablanda. Irrevocablemente sigue su carrera, continuando el impulso primero hasta el término que se le ha prescrito. Así como las rápidas aguas del torrente no retroceden, ni se detienen jamás, porque las que vienen detrás empujan a las que van delante, así también la cadena de los acontecimientos obedece a la rotación eterna del destino, cuya primera ley es permanecer fiel a sus decretos.

XXXVI. ¿Qué entiendes por destino? Entiendo la necesidad constante de las cosas y de los hechos, que ningún poder sería bastante a destruir. Si crees que los sacrificios, que la inmolación de un cordero blanco podrá desarmarlo, desconoces las leyes divinas. Niegas que sean mudables hasta las decisiones del varón sabio, ¿cuánto más lo serán las de Dios? El sabio no conoce lo mejor sino en el momento presente, y todo es presente para la divinidad. Sin embargo, quiero defender la causa de aquellos que creen que puede conjurarse el rayo y que no dudan que algunas veces tengan las expiaciones virtud para apartar los peligros, disminuirlos o suspenderlos.

XXXVII. Más adelante me haré cargo de las consecuencias de estos principios. Entre tanto, estamos de acuerdo con los Etruscos en creer que los votos son útiles sin que el destino pierda nada de su acción y poder; porque existen probabilidades que los dioses inmortales han dejado en suspenso, de tal suerte que, para hacerlas favorables, bastan algunas preces y sacrificios. Estos votos no salen al encuentro del destino, sino que forman parte del destino mismo. -La cosa, dices, debe realizarse o no realizarse: si debe realizarse, aunque no pronuncies preces se realizará; si no debe ocurrir, en vano rogarás, porque no tendrá lugar. -Este argumento es falso, porque existe un medio entre los dos extremos, esto es, que el acontecimiento puede realizarse si formas votos para ello. Pero, siguen objetando, en el destino entra también que se formen o no se formen votos.

XXXVIII. Considera que te ayudo y que concedo que los votos mismos entran también en el destino, de lo cual se deduce que estos votos son inevitables. Destino es de éste ser sabio si estudia: es así que este mismo destino quiere que estudie; luego estudiará. Aquél será rico, si cruza los mares: es así que este destino que le promete grandes riquezas quiere que recorra los mares; luego los recorrerá. Otro tanto digo de las expiaciones. Este hombre se librará del peligro si, por medio de sacrificios, aplaca las amenazas del cielo; pero también lleva en su destino hacer estos sacrificios; luego los hará. De esta manera se nos arguye, ordinariamente para demostrarnos que no se ha dejado nada al arbitrio humano, quedando todo a merced del destino. Cuando tratemos esta cuestión explicaré cómo, sin falsear el destino, conserva el hombre su libre albedrío. Ahora he explicado cómo, continuando invariable la marcha del destino, las expiaciones y sacrificios pueden, conjurar los pronósticos siniestros, puesto que, sin combatirlo, todo esto entra en el cumplimiento de sus leyes. -¿Para qué sirve entonces, dirás, el arúspice? La expiación es inevitable atinque él no la aconseje.-Te sirve el arúspice como ministro del destino. De la misma manera que la curación, aunque anunciada por el destino, no se debe menos al médico, porque por sus manos recibimos el beneficio del destino.

XXXIX. Según Cæcinna, hay tres clases de rayos: de consejo, de autoridad y el llamado de estación. El primero se presenta antes del acontecimiento, pero después de formado el propósito; así, pues, cuando meditamos una acción cualquiera, nos determina o nos separa de ella un rayo. El segundo sigue al acontecimiento realizado, e indica si es favorable o nefasto. El tercero sobreviene al hombre en pleno reposo, cuando no realiza ni proyecta ninguna acción; éste amenaza, promete o aconseja. Llámasele monitorio, pero no sé por qué no ha de ser el mismo de consejo. La advertencia es consejo también, si bien existe alguna diferencia entre la una y el otro. El consejo anima o disuade; la advertencia se limita a hacer evitar un peligro que avanza; cuando hemos de evitar un incendio, una traición de nuestros parientes o una trama de nuestros esclavos. Otra distinción veo también: el consejo se da al que proyecta hacer algo; la advertencia al que no tiene proyecto alguno. Las dos cosas tienen caracteres propios: aconséjase al que ya ha deliberado, y se advierte espontáneamente.

XL. Debemos decir, ante todo, que los rayos no se diferencian por su naturaleza, sino por su significación. Existe el rayo que taladra, el que derriba y el que abrasa. El primero es un fuego penetrante, que escapa por la abertura más pequeña, gracias a la pureza y tenuidad de su llama. El segundo tiene forma de globo y encierra una mezcla de aire condensado y tempestuoso. Así es que el primero entra y escapa por el agujero que formó; y la fuerza del segundo, extendiéndose a lo largo, rompe en vez de taladrar. El rayo que abrasa contiene muchas partículas terrestres; es fuego más bien que llama, por cuya razón deja intensas señales de incendio en los cuerpos que hiere. No existe ningún rayo sin fuego, pero se llama propiamente ígneo al que imprime manifiestas señales de incendio, quemando o ahumando. Quema de tres maneras: por soplo, en cuyo caso daña y perjudica muy poco; por combustión, y por inflamación. Estos tres modos de quemar solamente se diferencian por el grado y la forma. Toda combustión supone ustión, pero no toda ustión supone combustión, como tampoco toda inflamación, porque el fuego puede no haber obrado mas que de paso. ¿Quién ignora que los objetos arden sin inflamarse, mientras que nada se inflama sin arder? Una sola cosa añadiré: puede haber combustión sin inflamación, de la misma manera que puede haber inflamación sin combustión.

XLI. Paso ahora al género de rayos que ennegrecen los objetos que tocan. Estos dan color, o decoloran. Precisaré la distinción diciendo: decolorar es disminuir el color sin cambiarlo: colorar es dar otro color; como, por ejemplo, azular, ennegrecer, palidecer. Hasta aquí los Etruscos y los filósofos están de acuerdo, pero disienten en que los Etruscos dicen que Júpiter lanza el rayo, siendo éste de tres clases. El primero es de aviso y de paz, y lo lanza Júpiter por su única voluntad. También envía el segundo este dios, pero mediante el consejo de los doce dioses mayores: este rayo es saludable, pero ocasiona algún daño. El mismo Júpiter lanza el tercer rayo, mas después de consultar los dioses que se llaman superiores y envueltos: este rayo destruye, arrolla y desnaturaliza implacablemente todo cuanto encuentra, sea público o particular. Este fuego no deja subsistir nada en su primitivo estado.

XLII. Si consideramos el fondo de estas cosas, vemos que se equivocó la antigüedad. Porque ¿puede haber algo más absurdo que figurarse a Júpiter en medio de las nubes lanzando rayos sobre columnas, árboles, y a las veces sobre sus propias estatuas; dejando impunes a los sacrílegos, para herir corderos, incendiar altares, destruir inofensivos rebaños, y en fin aconsejándose de otros dioses como incapaz de consultarse a sí mismo? ¿Habré de creer que el rayo es propicio y pacífico cuando lo lanza Júpiter solo, y funesto cuando lo envía la asamblea de los dioses? Si me preguntas mi opinión, te diré que no creo que nuestros antepasados fuesen tan ignorantes que supusieran a Júpiter injusto, o por lo menos impotente. Porque, una de dos: al lanzar esos rayos que han de herir cabezas inocentes, y no pueden tocar a los culpables, o no quiso dirigir mejor sus golpes, o no consiguió dirigirlos. ¿Qué se propusieron al decir estas cosas? Aquellos sapientísimos varones consideraron que el miedo era necesario para poner freno a la ignorancia, y quisieron que el hombre temiese a un ser superior a él. Útil era, sin duda, cuando el crimen lleva tan lejos su audacia, que existiese un poder ante el cual considerasen todos imponentes sus esfuerzos. Así, pues, para aterrar a aquellos que solamente por temor se abstienen del mal, hicieron cernerse sobre nosotros un dios vengador y armado constantemente.

XLIII. Mas ¿por qué pueden conjurarse los rayos que manda Júpiter por sí mismo, y solamente son funestos los que ordena el consejo de los dioses deliberando con él? Porque si Júpiter, es decir, el rey, debe realizar por sí solo el bien, no puede causar daño si a ello no le determina el consejo de muchos. Aprendan aquellos que son grandes entre los hombres, que el cielo no lanza sus rayos ciegamente: consulten, pesen las opiniones diversas, templen el rigor de las sentencias, y no olviden que para herir legítimamente, el mismo Júpiter no cree bastante su propia autoridad.

XLIV. Tampoco eran nuestros mayores tan sencillos que creyesen que Júpiter cambiaba de rayos; licencia que han podido permitirse los poetas:

Est aliud levius fulmen, cui dextra Cyclopum
Sævitiæ flammæque minus, minus addidit iræ:
Tela secunda vocant superi

Pero la sabiduría de aquellos doctísimos varones no cayó en el error de creer que Júpiter usaba algunas veces rayos ligeros, sino que quisieron advertir a los encargados de lanzar rayos sobre los culpables, que no debe castigarse a todos de igual manera, que hay rayos para destruir, otros para tocar y rozar y otros para advertir.

XLV. Tampoco creyeron que el Júpiter que adoramos en el Capitolio y en otros templos fuese el que lanza el rayo; sino que consideran a Júpiter como nosotros, guardador y moderador del universo, del que es alma y espíritu, señor y artífice de esta obra, y al que todos los nombres convienen. ¿Quieres llamarle Destino? no te equivocas; de él dependen todos los acontecimientos; en él están las causas de las causas. ¿Quieres llamarle Providencia? bien le llamas: su providencia vela por las necesidades del mundo, para que nada altere su marcha, y realice su ordenado fin. ¿Prefieres llamarle Naturaleza? no errarás: de él ha nacido todo; de su aliento vivimos. ¿Quieres llamarle Mundo? no te engañas: él es todo lo que ves, está todo entero en cada una de sus partes y se sostiene por su propio poder. De la misma manera que nosotros pensaron los Etruscos, y si dicen que el rayo procede de Júpiter, es porque nada se hace sin él.

XLVI. ¿Y por qué deja impune algunas veces Júpiter al culpable y hiere al inocente? Propónesme una cuestión muy importante, a la que debemos asignar tiempo y lugar. Contestaré solamente que el rayo no parte de la mano de Júpiter, sino que lo ha dispuesto todo de tal manera que las cosas mismas que no hace él directamente, no se realicen sin embargo sin razón, procediendo de él esta razón. Las causas segundas obran con su licencia, y aunque los hechos se realicen sin él, él ha querido que se realicen. No preside a los detalles, pero dio forma, fuerza y vida al conjunto.

XLVII. No admito la división de los que dicen que los rayos son perpetuos, determinados o prorrogados. Perpetuos son aquellos cuyo pronóstico abraza una existencia entera, y en vez de anunciar un hecho parcial, comprenden la cadena completa de los acontecimientos que se suceden en la vida. Tales son los rayos que aparecen el día en que se toma posesión de un patrimonio y cuando un hombre o una ciudad acaba de cambiar de estado. Los rayos determinados se refieren a un día marcado. Los prorrogados son aquellos que pueden diferirse, pero no suprimirse.

XLVIII. Diré por qué no admito esta división. El rayo, que llaman perpetuo es igualmente determinado, respondiendo también a un día marcado y no dejando de ser determinado por el hecho de aplicarse a plazo más largo. El que parece prorrogado es determinado también; porque según confiesan los mismos que esto sostienen, se sabe hasta dónde puede obtenerse o aplazarse el efecto. Según ellos, la dilación solamente es de diez años para los rayos particulares, y de treinta para los públicos. Luego estos rayos son determinados en cuanto llevan consigo el término de su prórroga. Así, pues, todos los rayos y todos los acontecimientos tienen su día señalado, porque a lo incierto no puede señalarse límites. En cuanto a la observación de los relámpagos, el sistema es vago y sin cohesión, pudiendo seguirse sin embargo la división del filósofo Attalo, que había adoptado este método: observar su aparición, el tiempo, la persona, la circunstancia, la cualidad y la cantidad. Si quisiera tratar separadamente cada una de estas partes, ¿qué haría sino empeñarme en una obra sin fin?

XLIX. Hablaré ahora de los nombres que Cæcinna da a los rayos, y daré mi opinión acerca de ellos. Dice que los hay postulatorios, los cuales exigen se comience de nuevo el sacrificio interrumpido o hecho en contra de los ritos. Monitorios, que indican las cosas de que debemos guardarnos. Pestíferos, que vaticinan muerte o destierro. Falaces, que producen daño mostrándose como de buen agüero. Estos dan consulado malo al que debe ejercerlo; herencia cuya posesión se pagará muy cara. Deprecativos, que anuncian peligro que no se realiza. Perentales, que neutralizan las amenazas de otros rayos. Atestantes, que confirman amenazas anteriores. Aterráneos, que caen en paraje cerrado. Soterrados, que hieren sitio herido ya anteriormente y no purificado por expiaciones. Reales, que caen ora en los comicios, ora en los puntos donde se ejerce la soberanía de una ciudad libre: la significación de éstos es amenazar la soberanía de la ciudad. Infernales, cuyos fuegos brotan de la tierra. Hospitalarios, que llaman, o, por usar la expresión más respetuosa que ahora se emplea, invitan a Júpiter a nuestros sacrificios, quien, si está irritado contra aquel que los ofrece, viene con mucho peligro para él. Auxiliares, que favorecen a quienes los invocaron.

L. ¡Cuánto más sencilla es la división de Attalo, aquel varón eminente que había unido a la ciencia de los Etruscos la sutileza de les Griegos! «Entre los rayos, decía, los hay que significan cosas que nos atañen, y otros o no significan nada, o nos está vedada su inteligencia. De los que tienen significación, nos son propicios o adversos, y algunos ni lo uno ni lo otro. Los adversos son de cuatro clases: presagian males inevitables o evitables, que pueden aminorarse o diferirse: los rayos propicios anuncian sucesos duraderos o transitorios. Los mixtos tienen bueno y malo, o mal que se trueca en bien, o bien que cambia en mal. Los que no son ni adversos ni favorables anuncian alguna empresa en la que debemos entrar sin miedo ni regocijo, como un viaje en el que nada tenemos que temer, como tampoco que esperar».

LI. Volvamos a los rayos que significan algo, pero que no nos atañen: de esta clase es el que vaticina que en el mismo año caerá otro rayo de la misma clase. Los que nada significan o cuya significación no alcanzarnos, son, por ejemplo, los que caen a lo lejos en el mar o en los desiertos, y cuyo pronóstico es nulo o se pierde para nosotros.

LII. Poco añadiré acerca de la fuerza del rayo, que no obra de la misma manera en todos los cuerpos. Los más fuertes, los que resisten, se rompen con estrépito, y a las veces atraviesa sin daño los que ceden. Lucha contra la piedra, el hierro y las sustancias duras, porque necesita penetrarlas por fuerza y abrirse paso en ellas, mientras que no perjudica a las blandas y porosas por inflamables que parezcan, porque su violencia es menor cuando el paso es más fácil, Por esta razón, como antes dije, funde, sin ofender a la bolsa, el dinero que contiene, porque siendo sutilísimos sus fuegos, atraviesan los poros hasta imperceptibles. Pero las partes sólidas de la madera le oponen resistencia que vence. Como ya dije, no tiene un solo modo de dañar, revelándose la naturaleza de su acción por el estrago, pero siempre se conoce la obra del rayo. Algunas veces produce efectos diversos en diferentes puntos del mismo cuerpo: así, pues, en un árbol, quema las partes más secas, rompe y horada las más sólidas y duras, arranca la corteza exterior, rompe y desgarra la interior y arruga y contrae las hojas; congela el vino, y funde el hierro y el cobre.

LIII. Cosa digna de admiración es que el vino congelado por el rayo y vuelto a su primer estado, es bebida mortal o que hace dementes. Preguntándome la razón de esto, he aquí lo que se me ocurre. Existe en el rayo algo venenoso, de lo que verosímilmente quedan partículas en el líquido condensado o congelado, que, desde luego, no podría congelarse si no se le añadiese algo que aumentara su cohesión. Por otra parte, el aceite y todos los perfumes tocados por el rayo exhalan olor repugnante, de lo que se deduce que este fuego tan sutil, cuya dirección es contra naturaleza, encierra un principio pestilente que mata, no sólo por el choque, sino que también por la aspiración. En fin, es cosa cierta que allí donde cae el rayo queda olor de azufre, y este olor, naturalmente fuerte, respirado con frecuencia puede producir la locura. Pero esto lo examinaremos más despacio. Tal vez tendremos que demostrar que esta teoría procede inmediatamente de aquella filosofía, madre de las artes, que es la primera que ha investigado las causas, observado los efectos, y, lo que es mucho mejor que el examen de los rayos, relacionado los resultados con los principios.

LIV. Vuelvo a la opinión de Posidonio. De la tierra y de los cuerpos terrestres brotan vapores, húmedos unos, y los otros secos y semejantes al humo; éstos alimentan el rayo y aquéllos las lluvias. Las emanaciones secas y humeantes que suben al aire, no permiten que las encierren las nubes y rompen sus barreras, de donde procede el ruido que llamamos trueno. En el aire mismo existen partículas que se secan y calientan. Estas partículas, si están encerradas, buscan salida y escapan ruidosamente. La fuga es algunas veces general y produce violento fragor, y a veces parcial y menos sensible. El aire, modificado de esta manera, hace brotar el rayo, bien rasgando las nubes, bien atravesándolas. Pero la causa más violenta de inflamación es la agitación giratoria del aire encerrado en la nube.

LV. El trueno no es otra cosa que el sonido producido por aire seco, y no puede tener lugar más que de dos modos: por rozamiento o por explosión. Posidonio dice que, el choque de las nubes produce también detonación, pero no general, porque no chocan grandes masas, sino partes separadas. Los cuerpos blandos no resuenan como no choquen con cuerpos duros, por cuya razón no se oyen las olas como no se rompan. Dirás que el fuego cuando se sumerge en el agua resuena al extinguirse. Juzga que así es, y me favorecerás; porque el sonido no lo produce el fuego, sino el aire que escapa del agua en que se extingue el fuego. Concediéndote que el fuego nace y se extingue en las nubes, siempre nace del aire y por frotación. ¡Cómo! dirán, ¿no puede acontecer que una de esas estrellas errantes de que has hablado caiga en una nube y se extinga en ella? Supongamos que pueda ocurrir así alguna vez; pero ahora buscamos causa natural y constante, y no rara y fortuita. Considera que concedo lo que dices, que se ve algunas veces, después del trueno, brillar fuegos parecidos a las estrellas que corren oblicuamente y que parecen caer: seguiríase de aquí que estos fuegos no habían producido el trueno, sino que se habían producido a la vez estos fuegos. Según Clidemo, el relámpago no es más que vana apariencia, y no fuego: tal es la luz que durante la noche produce en el mar el movimiento de los remos. El ejemplo es inexacto: este fuego aparece dentro de la misma agua, y el que se forma en el aire brota y escapa.

LVI. Heráclito cree que el relámpago es como los primeros conatos del fuego que se enciende en nuestros hogares, esa llama incierta que en tanto se apaga y en tanto brilla. Los antiguos les llamaban fulgetra, nosotros decimos tonitrua en plural; aquéllos llamaban al singular tonitruum o tonum. Esta última palabra la encuentro en Cœcinua, escritor elegante, que hubiese tenido nombre en la elocuencia de no oscurecerle la sombra de Cicerón. Notemos también que en el verbo que expresa la erupción de repentina claridad de las nubes, los antiguos hacían breve la sílaba que nosotros hacemos larga. Nosotros decirnos esplendére y fulgére, y ellos fulgere.

LVII. ¿Preguntas qué opino yo? porque hasta ahora no he hecho más que prestar la ma
no a las opiniones ajenas. Te lo diré: el relámpago es una luz repentina que brilla a lo lejos. Tiene lugar cuando el aire enrarecido de las nubes se convierte en fuego que no tiene fuerzas para avanzar más. Creo que no te sorprenderá que el movimiento enrarezca el aire y que el enrarecimiento lo inflame. Así se licua el plomo lanzado por la honda, fundiéndolo el rozamiento del aire como lo fundiría el fuego. Los rayos son más frecuentes en estío, porque el aire está más caldeado, y la inflamación es más rápida cuando se verifica entre cuerpos muy calientes. De la misma manera se forma el relámpago que tanto brilla, y el rayo que descarga el golpe; pero el relámpago tiene menos fuerza, porque no está tan alimentado. En fin, para decir brevemente mi opinión, el rayo es el relámpago con más intensidad. Cuando los vapores cálidos y humeantes de la tierra han penetrado en las nubes y rodado durante algún tiempo en su seno, concluyen por escapar: si tienen poca fuerza, no producen más que luz; pero si el relámpago ha encontrado más alimentos y se ha inflamado con mayor violencia, ya no aparece como llama, sino que cae el rayo,

LVIII. Creen algunos que el rayo después de caer vuelve a subir; otros que queda sobre el suelo cuando está recargado de alimentos y no ha podido descargar sino débil golpe. ¿Pero de qué depende que el rayo aparezca tan bruscamente y su fuego no sea más duradero y continuo? Porque nada hay que se mueva con más rapidez, rompiendo las nubes e inflamando el aire simultáneamente. Después se apaga la llama en cuanto cesa el movimiento, porque el aire no forma corrientes bastante continuas para que se propague el incendio; y una vez inflamado por la misma violencia de sus movimientos, todo su esfuerzo es para escapar. En cuanto ha podido huir y ha cesado la lucha, el mismo impulso en tanto le empuja hacia la tierra, en tanto le disuelve, según es más o menos grande la fuerza de depresión. ¿Por qué camina en sentido oblicuo? Porque se forma en el aire cuyas corrientes son oblicuas y tortuosas; ahora bien, como la tendencia natural del fuego es subir, cuando algún obstáculo le comprime y hace bajar, toma dirección oblicua. Algunas veces se neutralizan estas dos tendencias; y el fuego sube y baja alternativamente. ¿Por qué caen los rayos con más frecuencia en las cumbres de las montañas? Porque están más cerca de las nubes, y al caer el rayo ha de encontrarlas.

LIX. Estoy oyendo lo que hace mucho tiempo estás deseando con impaciencia. -Prefiero, dices, no temer el rayo, a conocerlo. Enseña a otro cómo se forma. Quítame el miedo que me infunde antes de explicarme su naturaleza. -Acudo a tu deseo; porque debe añadirse alguna lección útil a todo lo que se dice o se hace. Cuando investigamos los secretos de la naturaleza, cuando tratamos de las cosas divinas, atendemos a nuestra alma para libertarla de sus debilidades, y por consiguiente fortalecerla: así sucede también con los sabios cuyo único objeto es el estudio, y no para evitar los reveses de la fortuna, porque sus dardos vuelan por todas partes, sino para soportarlos con valor y resignación. Podemos ser invencibles, pero no inatacables, y sin embargo, algunas veces abrigo la esperanza de que podríamos serlo. ¿Preguntas cómo? Desprecia la muerte y despreciarás a la vez todo lo que lleva a la muerte; guerras, naufragios, mordedura de fieras, derrumbamiento de edificios. ¿Pueden hacer algo más estas cosas que separar el alma del cuerpo? Esta separación ningún cuidado la evita, ninguna felicidad la aplaca, ningún poder la imposibilita. Todo lo reparte desigualmente la fortuna, pero la muerte nos llama a todos y es igual para todos. Séannos propicios o adversos los dioses, es necesario morir: saquemos valor de nuestra propia desesperación. Los animales más cobardes, que la naturaleza ha criado para la fuga, cuando se les cierra toda salida, intentan el combate a pesar de su debilidad. No hay enemigo más terrible que el que debe su audacia a la imposibilidad de escapar: la imposibilidad provoca siempre esfuerzos más irresistibles que el valor. El hombre valeroso que lo ve todo perdido, se excede a sí mismo, o por lo menos permanece igual. Pensemos que, en cuanto a la muerte, todos estarnos vendidos, y lo estamos. Así es, oh Lucilio. Todo ese pueblo que ves, cuantos hombres imaginas viviendo sobre la tierra, serán llamados muy pronto por la naturaleza y empujados a la tumba: seguros estamos de esto; lo único inseguro es el día, pero tarde o temprano hemos de llegar al mismo término. Ahora bien, ¿no te parecerá suprema cobardía y demencia solicitar con tanta instancia un instante de aplazamiento? ¿No despreciarías al hombre que, en medio de gentes condenadas a muerte como él, pidiese como gracia presentar el último la cerviz? Pues esto hacemos todos; consideramos como gran ventaja morir tarde. Contra todos está decretada la pena capital, y decretada con equidad suma. Porque, y este es el principal consuelo del que va a sufrir la sentencia fatal, aquellos cuya causa es igual, tienen la misma suerte. Entregados al verdugo por el juez o el magistrado, le seguiremos sin resistencia y presentaremos la cabeza; si vamos a la muerte, ¿qué importa que sea de grado o por fuerza? ¡Oh demente, cuánto olvidas tu fragilidad si sólo temes a la muerte cuando truena! ¿Consiste en eso tu seguridad? ¿Vivirás si evitas el rayo? Te atacarán el hierro, o la piedra o la fiebre. No es el rayo el peligro mayor, sino el que aturde más. ¡Sin duda serás tratado inicuamente si la infinita celeridad de tu muerte te roba el sentimiento, si tu fallecimiento es expiado, si hasta muriendo no eres inútil al mundo, si llegas a ser para él señal de algún acontecimiento grande! ¡Mal sin duda te tratarán si te sepultan con el rayo! Pero tiemblas al fragor del cielo, una nube vana te estremece, y espiras siempre que brilla un relámpago. ¡Cómo! ¿te parece mejor morir de miedo que bajo un rayo? Levántate con intrepidez cuando te amenacen los cielos, y aunque hubiese de abrasarse el mundo por todas partes, piensa que nada tienes que perder de su inmensa mole. Y piensas que contra ti se dispone ese trastorno del aire, esa lucha de tempestades; si por causa tuya se amontonan las nubes, chocan y resuenan; si para que perezcas brillan tan poderosos fuegos, acepta al menos como consuelo la idea de que tu muerte merece todo ese aparato. Pero no tendrás espacio para pensar; estos trastornos sobrecogen. Entre sus otras ventajas, el rayo tiene la de adelantarse a tu expectación. Nadie temió jamás al rayo sino el que escapó de él.

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